Tribuna
Como dicen los adolescentes, «nos la pegamos»
El gran peligro no son los que están ahora en el atril vociferando. El gran peligro es lo que viene cuando la gente deje de pedalear porque las promesas no se cumplen
Hubo un tiempo –no tan lejano como creemos– en que las democracias occidentales eran como un triciclo. Podían chirriar, torcer un eje, romper la cadena, pero se mantenían en pie incluso cuando nadie pedaleaba. Había fe en el sistema. Las instituciones parecían bastiones que sobrevivían a las crisis y a los gobiernos, con consensos básicos que no necesitaban combustible diario para sostener la marcha, el equilibrio.
Ese tiempo se acabó. Hoy nuestras democracias se parecen más a una bicicleta nerviosa y frágil, que solo conserva el equilibrio si se pedalea sin descanso. Basta frenar un segundo para sentir el tambaleo. Las encuestas lo dicen sin anestesia: los jóvenes ya no creen que la democracia garantice prosperidad ni futuro. Y por eso, la política responde al vértigo con vértigo: discursos de guerra, promesas de salvación instantánea, enemigos reciclados cada día para justificar la ilusión de movimiento.
Andrés Malamud, el politólogo argentino que reside en Lisboa, un francotirador de metáforas políticas, usó esta imagen para describir la economía argentina de Milei: nunca se convierte en triciclo, exige pedalear a toda velocidad para no caer. Pero si me permite, voy a plagiarlo para extenderlo a la fatiga occidental. La política moderna es un aparato de movimiento perpetuo: polémica diaria, crisis inventada, amenaza constante para mantenerse viva. No es estrategia, es supervivencia. Si un líder deja de agitar el aire, se apaga. Se la pega.
Trump lo sabe. Milei lo sabe. Bolsonaro lo sabía. Netanyahu cursa una maestría con sus socios ultraortodoxos. Prometen una medida drástica que lo arreglará todo: un muro, un ajuste feroz, una cruzada moral, una guerra santa. Y durante un rato parece funcionar. Bajan algunos números, se estabiliza una estadística, el relato cierra. Pero la realidad es obstinada. Los problemas complejos no se doblegan a golpes, órdenes ejecutivas ni estridencias. Tampoco con un tuit. Cuando una promesa se deshace, solo queda pedalear más fuerte: inventar un enemigo nuevo, fabricar otra guerra cultural, otra «batalla final» para mantener viva la épica.
La política se convierte en spinning colectivo: pedaleo frenético sin avanzar un metro. Trump, sin la amplificación algorítmica de las redes, era un expresidente más. Bukele, sin afrentas contra todo el que lleve un tatuaje, se hubiera desvanecido. Milei, sin adversarios semanales, pierde tracción. Ninguno construyó instituciones sólidas, consensos duraderos ni políticas que se sostuvieran por sí solas. Son bicicletas sin caballete: obligadas a marchar para no caer por falta de movimiento constante.
¿Hasta cuándo? ¿Cuánto tiempo más seguiremos pedaleando sin rumbo, agotados pero esperanzados en que esta vez sí, la promesa será verdad? ¿Qué pasará cuando la fatiga venza, cuando los gritos ya no tapen el vacío, cuando los votantes bajen los pies y dejen de empujar?
Jeffrey Rosen lo recordó en «Le Monde»: los Padres Fundadores de Estados Unidos temían al César electo, al demagogo que usaría la democracia, el triciclo, para demolerlo mientras lo usa. Por eso llenaron la Constitución de frenos y ruedines. Querían evitar que el poder se concentrara, que el líder se creyera monarca. Y sin embargo, más de dos siglos después, el fantasma que conjuraron parece real. Los equilibrios se han debilitado, el poder presidencial se ha expandido, el Congreso es un adorno polarizado, los jueces vacilan. Y la bici no puede dejar de girar.
El gran peligro no son los que están ahora en el atril vociferando. El gran peligro es lo que viene cuando la gente deje de pedalear porque las promesas no se cumplen, porque la bicicleta solo da vueltas en círculo y nunca llega a destino. ¿Qué quedará entonces? ¿Democracias capaces de sostenerse solas, o facciones dispuestas a tomar por la fuerza lo que las urnas no conceden?
Porque el día que soltemos los pedales, como dicen los adolescentes, «nos la pegamos». Y quizá descubramos que la democracia, tal como la conocíamos, ya no está allí para sostenernos.
Juan Dillones periodista y analista en temas internacionales.