El ambigú

Y el Derecho se retiró

Algunos confían en lo raquítico de la memoria colectiva, pero la ignominia y la indignidad son indelebles

«Si la ley no sirve a la justicia, la justicia no debe servir a la ley» es una frase que en los sistemas políticos que se constituyen como España, en un Estado social y democrático de derecho, no puede tener virtualidad alguna, por más que se pueda compartir el espíritu que la inspira, máxime en un momento como el actual. La justicia en nuestro modelo constitucional es un valor superior que inspira junto a la libertad, la igualdad y el pluralismo político al ordenamiento jurídico; además es un fin al que una sociedad debe y tiene que aspirar, quedando reducida la ley al instrumento o herramienta que debe servir para alcanzar la justicia. Como consecuencia de ello puede haber justicia sin ley y ley sin justicia, pero la cuestión es cómo se objetiva el valor justicia, si no es a través de la ley. Aun cuando las leyes no cumplan con el propósito fundamental de promover la justicia, el sistema de justicia está obligado a seguir ciegamente esas leyes, salvo que se declaren inconstitucionales o contrarias al ordenamiento europeo, más allá de poder suspenderse el procedimiento en el que han de ser aplicadas. Pero no cabe duda de que el sometimiento ciego de la justicia a la ley aun cuando esta no la promueva forma parte de un debate ético y filosófico constante a lo largo de la historia. La idea subyacente es que las leyes son herramientas creadas por la sociedad para estructurar y mantener el orden, proteger los derechos y libertades de los individuos, y promover el bienestar común, más la ley en sí misma es una construcción humana y, como tal, puede ser imperfecta, estar sujeta a interpretaciones o incluso ser utilizada para perpetuar injusticias. Una ley que quiebra la esencia del principio de igualdad, precisamente ante la ley, sin razón confesable alguna, aunque pueda ser groseramente manifiesta, una ley que aparta al poder judicial de su potestad de juzgar y ejecutar lo juzgado provocando una escandalosa impunidad, una ley que en definitiva avergüenza y se aparta tan aviesamente del ideal de justicia, se puede convertir en una iniquidad y en una inmoralidad con un resultado injusto a todas luces. Cuando las leyes no están alineadas con este ideal de justicia, surge un dilema ético sobre si se deben seguir esas leyes o si se deben buscar formas de cambiarlas o interpretarlas de manera que promuevan la justicia, pero por fortuna una democracia resuelve este dilema sometiéndonos a todos, incluidos los poderes públicos, al principio de legalidad. Este tipo de leyes serán enjuiciadas por nuestro Tribunal Constitucional en cuanto a su acomodo a la Constitución, serán también encausadas en el Tribunal de Justicia de la Unión Europea en cuanto a su observancia del principio de primacía del ordenamiento comunitario, más las consecuencias injustas que pueden conllevar solo podrán ser valoradas por el Tribunal Popular que conforma el Pueblo español en un proceso electoral, y a buen seguro que lo hará. Algunos confían en lo raquítico de la memoria colectiva, pero la ignominia y la indignidad son indelebles como lo que ha ocurrido en torno a eso que se denomina Procés, y dentro del ámbito normalizado de lo que también se denomina independentismo catalán. Las fuerzas políticas deben tener como elemento inspirador en todo caso la búsqueda de una sociedad más justa, y una sociedad a la que se le pretende imponer el olvido de graves sucesos percibirá la injusticia en su forma más extrema y actuará en consecuencia. Como predijo Isaías, «Y el derecho se retiró, y la justicia se puso lejos; porque la verdad tropezó en la plaza, y la equidad no pudo venir».