Tribuna

La diabólica encrucijada de la música soul

Si aquello fue el último pacto fáustico de la Historia yo quería verlo de cerca. Y allí estaba: de pie en un triángulo de yerba mal cortada...

La diabólica encrucijada de la música soul
La diabólica encrucijada de la música soulRaúl

Era un cruce muy feo. Espantoso más bien. Había recorrido nueve mil kilómetros solo para verlo y ahora que estaba allí plantado, maldecía haberme dejado llevar por el entusiasmo. La leyenda que ha santificado esa deplorable intersección entre la 61 y la 49, en un remoto rincón del estado de Mississippi, asegura que justo en ese punto nació la música soul. Mucho antes de que Chuck Berry, Ray Charles, Otis Redding o Sam Cooke se hicieran famosos y convencieran a los blancos para escuchar música negra, un nieto de esclavos de Clarksdale se acercó a esa mancha de asfalto con su guitarra bajo el brazo. Corría 1936. El chico se llamaba Robert Johnson. Alguien le había dicho que si lo atravesaba al filo de la medianoche se encontraría con un tipo grande, de color, que con suerte se le acercaría, se sentaría a darle conversación, tomaría sus cuerdas y, tras afinárselas, le enseñaría a tocar como los ángeles… a cambio de su alma.

Nadie supo si Bob Johnson vio o no al gigante, pero en noviembre de ese año consiguió grabar un tema que lo situaría en el quinto puesto de los cien guitarristas más famosos de todos los tiempos, según la revista Rolling Stone. Su Crossroads Blues sonó en todas las emisoras. Y aunque la letra no decía ni palabra del tipo del cruce, poco después compondría Me and the Devil Blues y en el estribillo reconocería que «el diablo y yo caminamos uno al lado del otro».

Si aquello fue el último pacto fáustico de la Historia yo quería verlo de cerca. Y allí estaba: de pie en un triángulo de yerba mal cortada, delante de un poste con tres guitarras azules, y a pocos pasos de un grafiti en el que quise ver al pobre de Bob con su inseparable sombrero Trilby, frente a un enorme diablo rojo. No eran las doce de la noche, así que aún tuve tiempo de merodear por la zona. Las afueras de Clarksdale no son muy recomendables. Sin aceras, sin sombra, con un tráfico incesante y un calor pegajoso, el lugar no invitaba precisamente al paseo. Sin embargo, de pronto tropecé con una lápida de granito que me hizo olvidar mi suerte. «Usted está en el legendario cruce de las autopistas 49 y 61», leí. «Dice la leyenda que Robert Johnson vendió aquí su alma al diablo para poder tocar el blues y que Abe Davies, al otro lado de la calle, rindió su alma a Jesús por la receta de su ahora famosa salsa barbacoa».

¿A qué loco se le habría ocurrido grabar algo así en piedra?

Divertido, dirigí mis pasos al barrio ferroviario de Clarksdale. Sabía que en un viejo almacén de la Union Pacific se había levantado el primer museo del mundo dedicado al blues. Disponían de un tour dedicado a Robert Johnson e incluso de un retrato suyo en el que podía vérsele con cara de niño, traje de raya diplomática y mirada burlona. Las cartelas de alrededor minimizaban lo del pacto y lamentaban que aquella música de melodías pausadas y letras dulzonas, heredera del góspel de misa de domingo, tuviera una reputación tan sulfurosa. «Eso es muy injusto, ¿sabe?», me cuenta la chica de color de la tienda. Estoy al borde del sofoco. El edificio no tiene aire acondicionado y las notas que retumban en el local parecen melaza cayendo sobre nosotros. «A los predicadores del tiempo de Johnson no les gustó que se adaptaran los ritmos de su música a temas laicos… pero mucho menos que a Robert se le ocurriera invocar al diablo en ellos. Un negro no debía hacer eso».

Al oír aquello caigo en la cuenta de algo. Estoy en Mississippi, en la tierra de Mark Twain. Y el «padre» de Tom Sawyer también habló del diablo en su literatura. De hecho, al morir dejó inacabada una novela que llevaba años reescribiendo. Era una sátira de la condición humana muy alejada de su habitual sentido del humor. En ella, un «forastero misterioso», magnético y elegante, se aproxima a unos muchachos y los deslumbra con sus conocimientos. Les anuncia cosas que están por llegar y los colma de riquezas y dones que terminarán poniéndolos a prueba. Es el Mal. Y me recuerda al gigante de Bob. «No, no. No se equivoque», me interrumpe la chica. «No creo que Robert Johnson leyera nunca a Twain. Él fue un hombre sin estudios. Lo de acudir a un cruce para reunirse con el diablo debió sacarlo del vudú». La miro asombrado. «¿Del vudú?». La dependienta me empuja hasta una calavera que me ha pasado inadvertida. Tiene los ojos cubiertos con papel de plata y está rota. «Fueron los esclavos de las plantaciones quienes trajeron esa fe de África. Todos creían que en los cruces de caminos vivía Papá Legba, un poderoso espíritu que mediaba entre los humanos y los loas, y al que podías preguntarle casi por cualquier cosa. Legba te la enseñaría a cambio de…» «a cambio de tu alma», completo la frase. «Exacto». Y enseguida añade algo que todavía hoy no he podido quitarme de la cabeza: «¿De dónde cree usted que viene el término ‘soul’, cariño? Del alma (soul en inglés) que Bob Johnson vendió al gigante del cruce, por supuesto».

Aunque estoy a punto de derretirme, siento un súbito escalofrío escalándome por la espalda. Las leyendas son así. Refrescan mientras lo encajan todo.

Javier Sierraes escritor y Premio Planeta de novela.