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Tribuna

El dulce fiscal

Su arma fue también meter la duda sobre nuestro sistema de instrucción penal. O dicho con otras palabras, su mensaje subliminal era que, inocentes ellos, sus males vienen del juez de instrucción

El dulce fiscalBarrio

Ignoro cuánto aguantará esta legislatura con unas Cortes con un legislativo que no legisla. Lo digo porque, según la prensa, la llamada «mayoría de la investidura» se descompone y decenas de proyectos legislativos quedan varados. Entre ellos, uno trascendental, en el que nos jugamos que España sea de verdad un Estado de Derecho donde se respetan los derechos y libertades fundamentales, que están protegidos frente al poder y este se ejerce al servicio del interés general.

Hablo del proyecto que atribuye la instrucción penal a los fiscales, una iniciativa de esas que, por su carácter medular –quién investiga los delitos, quién indaga su autoría, quién protege a las víctimas, quién dirige a la Policía judicial– debería pactarse para quedar por encima de los cambios políticos; al fin y al cabo, supondría acabar con un modelo que, pacíficamente, ha regido desde 1882. Pero tal y como va la vida nacional, creo que hablar de pactos y consensos es una quimera.

He dicho que el sistema de instrucción penal vigente desde 1882 ha sido pacífico, pero me corrijo. Desde luego que el debate sobre si la instrucción penal debe recaer en fiscales o jueces siempre ha estado presente, pero en los tratados de Derecho Procesal Penal y a ellos me remito. Ahora bien, hubo un momento de nuestra historia reciente en el que del sosegado debate académico saltó al estrépito, al airado debate político.

¿Cómo se explica eso? Personalmente, lo identifico con el tufo que emanaba de la vida política en la España de finales del pasado siglo, cuando la corrupción era –como ahora– la noticia política diaria, todo pasaba por los tribunales y dentro de ellos los casos de corrupción eran recibidos –como ahora– a puerta gayola por el juez de instrucción. Ese juez ya no era el que enchironaba a los maleantes de la crónica negra de la España cañí, sino que se erigió en incordio para poderosos personajes: políticos, empresarios, banqueros o magnates de la prensa. Tiempos que, cierto, alumbraron una figura degenerativa: la del «juez estrella».

Esos personajes poderosos que comparecían ante el juez de instrucción se defendieron –y se defienden– más allá de lo procesal. Esto lo encomendaban a su pelotón de abogados, esos que les rodeaban al adentrarse con sonrisa forzada en los juzgados. Pero, como ahora, emplearon el arma de la descalificación personal del juez: para eso son poderosos. No abundo sobre este punto y me remito a la inabarcable colección de admoniciones exigiendo respeto a los jueces, bien del Consejo General del Poder Judicial, bien de las asociaciones judiciales.

Pero su defensa se plasmaba también en emplear una táctica ya de alto standing porque, no lo olviden, hablamos de gentes poderosas: su arma fue también meter la duda sobre nuestro sistema de instrucción penal. O dicho con otras palabras, su mensaje subliminal era que, inocentes ellos, sus males vienen del juez de instrucción. El mensaje era y es que otro gallo les cantaría si la instrucción penal la hiciese un fiscal fiable, gubernamental, que dirigiese a la Policía y monopolizase la acción penal, excluyendo o limitando hasta lo constitucionalmente indisponible la acción popular, esa que permite que unos incontrolados pongan en marcha la instrucción penal que dirige un juez independiente, léase –para ellos– arbitrario. Lo malo es cuando ese personaje poderoso, más allá de insultar, de emplear a sus sicarios mediáticos u opinadores serviles, dispone de esa arma de destrucción masiva llamada Boletín Oficial del Estado. Y en esto estamos.

Admito –es mi parecer– que el juez, como el zapatero, debe estar a sus zapatos: juzgar y ejecutar lo juzgado, no investigar, cometido más de un «hombre de acción», de un fiscal que, fruto de su investigación, pone encima de la mesa del juez un material para acusar y al juez, juzgar. Si eso pienso, ¿por qué recelo del fiscal instructor? Pues no tanto porque, según la Constitución, dependa del Gobierno como por el uso que se haga de tal facultad, que el gobernante desdeñe los principios de legalidad e imparcialidad como inspiradores del Ministerio Fiscal y opte por el de domesticidad, en palabras de Andrés de la Oliva (vaya esta cita como homenaje); esto es, que vea en el fiscal un servil agente político, no al promotor imparcial de la acción de la Justicia: que lo conciba como garante de su impunidad, azote de adversarios e instrumento para instaurar un Estado de terror policial.

Pero, oh paradoja, gracias a un prófugo «víctima» del juez de instrucción quizás no salga ese proyecto, pero hoy todo cabe: puede que salga, puede que no, cuestión de trueques; o puede que haya elecciones y la mayoría de investidura resurja y retome el proyecto, o que gane la derecha y vea que, en fin, eso de controlar la investigación penal es un dulce tan apetitoso que a todos gusta.

José Luis Requero, es magistrado del Tribunal Supremo.