Historia
40 años de éxito de la nación española
El 15 de junio de 1977 se celebraron las primeras elecciones democráticas en España después de cuatro décadas de dictadura. No se había vuelto a votar en relativa libertad desde 1936, en los albores de la Guerra Civil. Fue una jornada festiva y multitudinaria, pero también una cita marcada por la incertidumbre sobre el destino al que se dirigía el país con la muerte del general Franco –apenas dos años antes– y su legado todavía muy presentes. Echar la vista atrás es una oportunidad para refrendar la transformación radical de un país marcado por las heridas abiertas de una contienda fratricida y un régimen autoritario. Pensar en aquel tiempo es hacerlo en una nación con extraordinarios desafíos políticos, sociales, económicos y hasta morales que pasaban por el asentamiento de la democracia después de 40 años de fractura entre dos Españas condenadas a ser irreconciliables. Aquella obra quedó en manos de una generación de políticos de todas las tendencias, dentro y fuera de la órbita del régimen anterior, que estaban llamados a liderar un proyecto magno de reconciliación. Hubo muchos nombres propios, todos ellos encabezados por la voluntad y el pulso firmes del Rey Juan Carlos, y en su mayoría prevaleció un sentido de Estado ejemplar. Comprendieron que España necesitaba asentar el Estado de Derecho incipiente, que estaba prendido con hilvanes y que era amenazado por el peligro de involución, que devino luego en el intento de golpe de Estado, los años del plomo de ETA y las serias dificultades económicas derivadas de un proceso de puesta al día imprescindible. De la necesidad se hizo virtud, y sumaron esfuerzos a izquierda y derecha en pos de una transición que nos homologara con las democracias europeas. Para suturar hasta cicatrizar las viejas heridas de la guerra fueron precisas enormes dosis de generosidad por parte de los que habían sido enemigos, cesiones de todo tipo y ansias de concordia. Se entendió con acierto que era necesario dejar la memoria histórica en manos de los historiadores y enterrar –creíamos que para siempre– los ánimos de revancha. La Constitución de 1978 fue la clave de bóveda, la gran herencia de una época magnífica que ha suscitado y aún lo hace la admiración mundial. Cuarenta años después, sabemos que lo que arrancó en las elecciones de 1977 ha deparado el periodo de libertad, paz y prosperidad más largo de la historia de esta vieja nación y que aquella España renqueante, dubitativa y ajada es hoy una potencia consolidada, con un Estado de bienestar que garantiza la igualdad de sus ciudadanos y el acceso universal a la enseñanza, la sanidad, las pensiones o el desempleo, que cuenta con una arquitectura política descentralizada asentada en el respeto a las particularidades entendidas como armazón de una nación común. Esa fortaleza, ese músculo para enfrentar años de emergencia excepcionales como los recientes de la crisis, es el producto también de la obra que arrancó en 1977. El régimen de 1978, la Transición, es, por tanto, la historia de un éxito colectivo, con todas las carencias, zozobras y contingencias que se quieran –lógicas por lo demás en el devenir de casi medio siglo–, que nos permite hoy ser socio principal de la Unión Europea, aliado fiable en la seguridad internacional y solidario con aquellos que lo necesitan. Constitución, Monarquía, democracia social y liberal son los pilares de ese legado. Pero con ser profundas y robustas esas raíces, o así lo creemos nosotros, existe hoy una corriente política que cuestiona aquel proyecto de reconciliación, que lo denigra incluso y que pretende presentar el éxito como un fracaso. El populismo y el secesionismo son hoy los grandes enemigos de esta España libre y próspera que disfrutamos como lo fueron otros en la España de 1977. Se han aprovechado de las durísimas secuelas de la recesión para desvirtuarlo todo, instrumentalizar la necesidad y el dolor de la gente e introducir un discurso tóxico al servicio de sus ansias de poder absoluto. Hay una generación de incontrolados advenedizos que venden humo, que aseguran que todo lo que vivimos en estos cuarenta años no es real y que hurgan en las heridas de la contienda fratricida. Populistas de extrema izquierda, viejos comunistas «tuneados», absolutistas de la secesión blanden el discurso de la destrucción de lo mucho y bueno que hemos edificado juntos. Ocupan hoy un poder no desdeñable desde el que socavan la libertad y el Estado de Derecho. Hay en ciernes un golpe contra la democracia en Cataluña y un proceso de descrédito de las instituciones convertidas en circo por los populistas y sus cómplices. El Estado de Derecho responderá con los instrumentos de que dispone. Estamos seguro de ello. Lo edificado hasta hoy debe continuar. Se lo debemos a las generaciones que están por llegar y a las que nos antecedieron. Tenemos notables retos por delante –el yihadismo y sanar las secuelas derivadas de la crisis–, pero España se encuentra hoy en una situación envidiable como líderes europeos en crecimiento y creación de empleo. En la Constitución y el Estado de Derecho reside nuestra fuerza y tenemos el deber de defenderlos con firmeza.
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