Parlamento Europeo

Europa aprueba el fracaso del Brexit

La reunión de los jefes de Estado y de Gobierno de la Unión Europa para aprobar el acuerdo de retirada de Reino Unido de la UE será recordada como la menos productiva del Consejo por las consecuencias que tendrá en la construcción europea. Cuando el 24 de junio de 2016 el 51,9% de los votantes británicos decidieron apoyar el Brexit, frente 48,1% que prefería la permanencia en la Unión, nadie era consciente de lo que iba a suponer. Ni lo sabía el primer ministro David Cameron, quien propuso la consulta por meros intereses partidistas, ni lo sabía Nigel Farage, un populista –hoy retirado de la política– que reconoció sus mentiras para conseguir los votos que han llevado a Reino Unido a la actual situación. Desde entonces, se han recorrido todo el camino previsto para ejecutar la salida, que se hará efectiva el 30 de marzo de 2019, previa aprobación en diciembre por el Parlamento británico –que no será un puro trámite– y de la Eurocámara. En este tiempo han habido unas negociaciones nada fáciles para desgajar una parte importante de la UE, que es algo más que la tercera economía europea: es la democracia más vieja de Europa y la que tiene un sentido más atlantista. Ante el desastre comercial que supone crear una política aduanera dura, los Veintisiete y Reino Unido han optado por prolongar si es necesario el periodo de transición que concluiría el 31 de diciembre de 2020. De momento, se ha acordado un «territorio aduanero único» para este periodo transitorio hasta el acuerdo definitivo entre Reino Unido y la Unión Europea. Theresa May señaló ayer en una carta dirigida al pueblo británico en un tono algo dramático que tras el acuerdo sellado con Bruselas «recuperan su dinero, sus leyes y sus fronteras». Nada de esto es así: es lo que algunos quieren oír. Sin duda es un mensaje dirigido a Westminster y al pleno que a mediados de diciembre ratificará el Tratado, porque, de momento, Londres seguirá cumpliendo con su aportación presupuestaria a la UE, que finalizará en 2020, y como contrapartida seguirá teniendo acceso al mercado único y la unión aduanera. En definitiva, desgraciadamente será el parlamento británico quien acabe dando la aprobación al acuerdo sobre Gibraltar que Pedro Sánchez anunció como histórico, pero que no se ha movido ni una coma del Tratado: es una declaración en un anexo de las actas de la reunión del Consejo, que nadie tiene muy claro cuál es su valor jurídico. Dicho lo cual, es cierto que la posición del Gobierno estaba fundamentada –Reino Unido no está dispuesta a perder nada de su soberanía sobre Gibraltar–, pero la solución no es la mejor, aunque sí la más realista. España, por lo tanto, seguirá manteniendo su histórico litigio por el Peñón y queda lejos la anulación del tratado de Utrecht de 1713, que es poco menos lo que vino a anunciar el presidente. Es una decisión importante que se reconozca, aunque sea en un anexo, que España tenga la última palabra sobre Gibraltar, pero en nada altera las condiciones del Tratado, que no se volverá a negociar, ni aunque no lo aprueben los Comunes, lo que sólo permitiría la ampliación del plazo de ejecución del Brexit. Sin embargo, que el presidente del Gobierno dijera ayer en Bruselas que el tema de Gibraltar «no es una cuestión emocional ni de identidad nacional» rebaja el problema: simplemente, se trata de una colonia en territorio español en contra de cualquier tratado internacional. Que, además, el secretario general del PSOE, que gobierna en Andalucía desde hace 36 años, diga que la reclamación del Peñón es por una demanda de «prosperidad compartida con el Campo de Gibraltar» rebaja el asunto a mero electoralismo, como si reclamara mantener la actual situación por el bien de todos.