Tribunal Supremo

La degradación de la Generalitat

La Razón
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El Tribunal Superior de Justicia de Cataluña (TSJC) ha decretado la apertura de juicio oral contra el presidente de la Generalitat, Joaquim Torra, por desobedecer a la Junta Electoral y mantener lazos amarillos, esteladas y otra simbología independentista en edificios públicos durante las pasadas elecciones. La Fiscalía pide una condena de un año y ocho meses de inhabilitación por un delito de desobediencia. Torra admitió ante el TSJC que desobedeció la orden al no reconocer al órgano que se lo reclamaba, la Junta Electoral, porque él sólo se debe al «mandato superior» del pueblo de Cataluña. Es decir, el pueblo de Cataluña estaría por encima de la Ley. Puede que ese sea el gran error del nacionalismo. Para entender lo que está sucediendo en Cataluña hay que partir del hecho de que no son los ciudadanos los que se rebelan contra el Estado, sino el propio Estado –la Generalitat como parte de él– quien se rebela contra los ciudadanos. De ahí la construcción de una realidad paralela en la que se ha instalado el nacionalismo, en la que no sólo se incumple la Ley por la que todo gobernante debe velar y dar ejemplo de su acatamiento, sino que desatiende sus obligaciones en la Administración hasta convertir ésta en un mero aparato político al servicio de la causa del separatismo. La parálisis política es absoluta, no hay iniciativas más allá de las que alientan el «proceso» y todas las instituciones, empezando por la misma Generalitat, no sigue más agenda que la marcada por la hoja de ruta de independentismo. Torra, que no se avergüenza al autoproclamarse «presidente sustituto», representa la hipérbole de esta degradación. A un año de su mandato, su gestión es penosa, algo que no debería corresponderse con una comunidad que tiene plena autonomía en temas fundamentales. Los presupuestos no se han aprobado, ni hay perspectiva de que salgan adelante, lo que ya indica la falta de programa, y el Govern sólo ha aprobado tres leyes, a cual más insustancial (la suspensión del Consejo Comarcal del Barcelonés y dos modificaciones de leyes ya existentes). Por su parte, el Parlament sólo ha aprobado una ley. El tejido productivo en Cataluña mantiene su solidez, pero ya se ha alertado de que el crecimiento económico está lastrado por la inestabilidad política y por el desprestigio tras la marcha de más de 3.800 fuera de Cataluña tras el 1-O y, sobre todo, por la falta de proyectos. La calificación crediticia que las principales agencias asignan a la de deuda de Cataluña es la de bono basura. Los mercado no se fían de los aventureros políticos. El hecho de que la Cámara de Comercio de Barcelona esté presidida por el sector nacionalista más xenófobo es un ejemplo de la desorientación de amplios sectores del mundo empresarial catalán. Las instituciones de autogobierno se han puesto al servicio del independentismo y eso está teniendo consecuencias graves, lo que ya ha afectado a la convivencia y, sin duda, será una rémora para el futuro inmediato. El nacionalismo ha patrimonializado las instituciones catalanas utilizando una fórmula tóxica: mezclar el negocio y la bandera. La fotografía de los presidentes de la antigua Convergencia, que diseñó, desarrolló las «estructuras de Estado» y ejecutó el golpe independentista es demoledora: Jordi Pujol ha sido repudiado por la implicación de su familia en casos de corrupción aprovechando su condición política, Artur Mas ha sido inhabilitado por participar en el referéndum ilegal del 9-N, Puigdemot esta huido tras haber sido acusado del rebelión y Torra debe declarar ante el TSJC por desobediencia. No sería exagerado decir que la figura de la presidencia de la Generalitat ha quedado arrasada por un proyecto político que se está demostrando como un desastre para el futuro de Cataluña.