Tribunal Supremo
La Justicia de un Estado de derecho
El Jefe del Estado, Su Majestad Felipe VI, preside hoy en el Tribunal Supremo la solemne apertura del nuevo año judicial. No es preciso resaltar la trascendencia del acto, que vendrá marcado por una de las sentencias más determinantes de la reciente historia democrática española, la que debe dictar la Sala Segunda del Alto Tribunal contra los acusados por el golpe secesionista producido en Cataluña. La resolución, que como hoy publica LA RAZÓN está en una fase de redacción muy avanzada, se intuye condenatoria por unanimidad de los magistrados que integran el tribunal presidido por Manuel Marchena y, en consecuencia, será objeto de la inevitable campaña de desprestigio de nuestras instituciones desde los sectores independentistas, y aun desde una izquierda radical que ha preferido situarse en la fácil equidistancia del «derecho a decidir», en lugar de fajarse en la defensa de la Constitución y de nuestro sistema democrático. Pero, en realidad, lo que está en juego no es tanto la legitimidad de la Justicia española como el desenmascaramiento del relato separatista, profundamente ajurídico, por cuanto pervierte el principio de legalidad y primacía de la ley, contraponiéndole a la voluntad popular expresada en urnas. Se trata de una falacia que ya arraigó en tiempos más oscuros en el imaginario colectivo europeo y que vuelve con fuerza a caballo de los movimientos populistas y nacionalistas. De ahí que se deba resaltar todas las veces que sea necesario el impecable desarrollo procesal de la vista oral que presidió el magistrado Marchena, ante el previsible recurso que los acusados interpondrán ante el Tribunal Europeo de Derechos Humanos. Si a lo largo del proceso secesionista, como la opinión pública ha podido comprobar con incredulidad y cierta amargura, las instituciones del Estado no supieron prever y contrarrestar con eficacia las millonarias campañas de propaganda separatista efectuadas desde las propias instituciones de la Generalitat, la solidez y el reconocido prestigio de nuestras instituciones judiciales son la mejor baza. Porque, aun con todos los problemas que, sin duda, existen, la Justicia española es uno de los pilares en los que se asienta el sistema de libertades y derechos que nos hemos dado. Fiscalía y Magistratura son sinónimos de rigor, competencia y capacidad, que fallos puntuales no empañan y que, dicho sea de paso, deberían ser tratadas desde el máximo respeto y la prudencia por una clase política que ha hecho de los tribunales un campo de batalla más de sus pugnas partidistas. Que desde hace un año, los principales partidos hayan sido incapaces de ponerse de acuerdo para renovar el Consejo General del Poder Judicial, uno de los asuntos pendientes del que habrá referencias en el acto de apertura en el Supremo, demuestra lo que decimos y traslada a la ciudadanía injustas dudas sobre la independencia de nuestro sistema judicial. Es preciso llevar al ánimo de nuestros gobernantes, más allá de las bellas palabras, que la Justicia necesita respeto a sus procedimientos, pero, también, más medios materiales y personales en una de las épocas históricas con mayores índices de litigiosidad. No es de recibo ni la prolongación interminable de los procesos ni el cuestionamiento permanente de las resoluciones, por meras razones ideológicas. Y si bien la Justicia nunca debe invadir el terreno de la política, ésta última no puede pretender llevarla al barro del enfrentamiento. La sentencia del «procés» debería marcar un antes y un después en la percepción de los ciudadanos sobre la naturaleza de lo que es un Estado de derecho, anclado en las leyes y, por supuesto, garantista. Un Estado en el que no se juzgan las ideas de nadie, sino hechos y comportamientos delictivos, como los de los políticos catalanes, ya vistos para sentencia.
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