El desafío independentista

Torra será responsable de la violencia

Pedro Sánchez decidió celebrar el Consejo de Ministros del próximo día 21 en Barcelona dentro de su política de gestos y apaciguamiento al independentismo con el objetivo de tratar y aprobar medidas que interesen en particular a los ciudadanos de Cataluña. La intención es loable por su buena voluntad, aunque no favorezca en nada el mensaje de una España igualitaria, porque se entiende que todo lo que aprueba el Ejecutivo es en beneficio de todos los ciudadanos españoles y cualquiera de sus territorios. En todo caso, el Consejo de Ministros se constituye allí donde se reúne, es legítimo y no debería tener más trascendencia que la que el mismo gabinete quiera darle. Y la trascendencia que Sánchez le ha querido dar es la de que el Gobierno también trabaja para Cataluña, como si la ley o el decreto firmado en el Palacio de la Moncloa de Madrid no tuviera el mismo significado y efecto. Pero ni por estas. El nacionalismo, bajo un tic exclusivista de cerrar las puertas a quien no es de su agrado –lista que es cada más amplia–, se ha tomado esta reunión como una acto abierto de beligerancia. En los medios nacionalistas se ha llegado a hablar de «declaración de guerra». La Generalitat acepta esta jerga –de la misma manera que gracias al apaciguamiento pedirá al Fondo de Liquidez Autonómico unos 8.071 millones de euros para 2019– y ha consentido que los llamados Comités de Defensa de la República (CDR) actúen, aunque dicho de otra manera: permitir el derecho de manifestación. Sus intenciones han sido publicitadas en los medios oficiales habituales, incluso más allá de lo admisible tratándose de verdaderos escuadrones de matones –o «escamots», por respeto idisiocrático, similares a los fascistas de Estat Català en los años 30, tan admirados por Torra–, y no han escondido su propósito de impedir que se celebre el Consejo de Ministros como objetivo prioritario y, en su defecto, paralizar Cataluña y, de manera especial, Barcelona. Es decir, cortar los accesos a la ciudad –el ensayo se hizo el pasado fin de semana en la AP-7 ante la pasividad de los Mossos d’Esquadra–, vías férreas, aeropuerto y puerto, aunque en estos últimos casos la seguridad depende la Guardia Civil y todo indica que estas infraestructuras estratégicas son inaccesibles. La duda que siempre asalta previa a un estallido de violencia como la que está prevista el próximo día 21 en Barcelona es si la Generalitat es consciente de ello. Lo es, plenamente: es una perversa estrategia basada en un victimismo muy elaborado que busca provocar la reacción del Estado. La facción independentista que gobierna Cataluña tiene una raíz violenta e intimidatoria, a pesar de la liturgia de la no violencia del nacionalcatolicismo que tanto les acoge. Forma parte de una estrategia lentamente preparada desde que se puso en marcha el «proceso» y que ha ido en aumento hasta crear un aparato de coacción fuera de control. Se está ejerciendo una violencia efectiva que administran sin cortapisa los CDR y con mayor intensidad un brazo especializado, los llamados GAAR (Grupos Autónomos de Acciones Rápidas). Hay otra violencia que ya se ha dado como estructural en el régimen nacionalista: la que se basa en el escrache, el acoso, el insulto, la persecución en las redes sociales, el aislamiento social. Nada nuevo, por otra parte, partiendo de que los CDR es una copia, incluso en la denominación, de los Comités de Defensa de la Revolución cubanos con el objetivo de vigilar y denunciar a los enemigos de Cuba (Cataluña) o los CDR de Venezuela nacidos para garantizar el control y denuncia de los venezolanos (malos catalanes). La Generalitat podría pedir la desmovilización, evitar la violencia, pedir responsabilidad, civismo, tolerancia, dar ejemplo, pero todo indica que jugará, de nuevo, la carta de la no violencia. Es decir, que la violencia la ponga el Estado. Al Estado le va de oficio poner la Ley. El Gobierno no puede mirar hacia otro lado.