Gobierno de España
Volver a sellar grandes acuerdos nacionales
Se pecaría de un cosmopolitismo esnob si quisiéramos pensar España sin conocer su historia. Así lo entendió Ortega y Gasset, el gran filósofo que construyó su pensamiento desde la realidad concreta de ser español. Tampoco hoy podríamos entender el momento de cambio que estamos viviendo sin nuestro ser europeo y pertenencia a un mundo global. España, como cualquier nación democrática y moderna, aspira al bienestar, la igualdad y la libertad. No es una utopía, sino una realidad contrastable con leyes dentro de una Constitución avanzada como la nuestra. Esa es su esencia y sobre ella gravitan todos los problemas que hay que afrontar. Quienes proponen liquidar lo que tan despectivamente llaman «el régimen del 78» parten de un error sintomático, el de querer superar un marco político que no ha sido patrimonio de nadie y lo suficientemente amplio para acoger a todas las opciones políticas, incluso a las más desintegradoras, una verdadero régimen liberal que tan ausente ha estado en nuestra historia a lo largo del siglo XX. Las fuerzas iliberales, las que en nombre del pueblo ponen en duda la democracia parlamentaria representativa actúan bajo el mismo impulso populista, en España y en el resto de Europa. Situar a la Constitución como el cerrojo que bloquea el desarrollo del país es, además de falso, un error capital porque de aquel consenso se ha desarrollado la España actual. Sin duda hay que volver a coser los grandes acuerdos que han permitido 40 años de convivencia, pero sobre la base que la han hecho ejemplar: Monarquía parlamentaria, unidad territorial, estado del bienestar y europeísmo. La Carta Magna puede reformarse en algunos de sus capítulos, pero sería temerario modificar los aspectos fundamentales que han permitido su vigencia hasta hoy, y en concreto el que regula la administración autonómica, porque supondría su liquidación. Previo a cualquier revisión de calado habría que sellar un nuevo pacto de lealtad que, siendo realistas, queda en estos momentos muy lejos.
Sin duda, el mayor problema político al que nos enfrentamos es el del «proceso» al independentismo catalán. Más allá de las consecuencias que ha tenido en Cataluña –división en dos comunidades políticas, salida de más cinco mil empresas, deterioro de las instituciones de autogobierno, con la Generalitat a la cabeza–, ha revelado que el nacionalismo no ha dudado en poner sus intereses particulares por delante del conjunto de la sociedad española, aunque esto supusiera el desmembramiento del país. Ha sido tan irresponsable su actitud, tan temeraria la apuesta de declarar la independencia unilateralmente, que hace realmente complicado cualquier negociación «de igual a igual» –como gusta decir a los secesionistas– y obligará a que el catalanismo, si es que queda algo de viejo ideario, se replanteé su papel en la política española con lealtad y participación plena. Desgraciadamente, reverberan las palabras de Ortega y Gasset escritas en un lejano 1922: «Unos cuantos hombres, movidos por codicias económicas, por soberbias personales, por envidias más o menos privadas, van ejecutando deliberadamente esta tarea de despedazamiento nacional».
La elección de la Monarquía parlamentaria, representada por la figura de Felipe VI, como objetivo a derribar por independentistas e izquierda populista, ocupa en esta operación un papel central, guiados por una vieja estrategia que viene de la peor época de nuestra historia del pasado siglo, la de un republicanismo sectario y mal entendido que sólo podía acoger al izquierdismo más incendiario y al separatismo montaraz, incapaz de aglutinar al conjunto de la sociedad, lo que supuso un dramático fracaso. Como decíamos, hay que conocer nuestra historia para no repetir los mismos errores. Es necesario, por lo tanto, que desde el constitucionalismo se respalde sin fisuras al Jefe de Estado, que ha sido capaz de encarnar una institución que se ha situado más allá del partidismo.
Por primera vez en estos últimos cuarenta años, el PSOE no es una garantía de estabilidad institucional y de asegurar los grandes consensos que necesita España. La llegada al Gobierno de Pedro Sánchez con partidos que se habían situado fuera de la Constitución ha sobrepasado una línea hasta ahora infranqueable, lo que hará reflexionar a más de un socialista y a muchos de sus votantes. El incumplimiento de convocar elecciones en el menor tiempo posible tras triunfar la moción de censura, no ayuda en nada a normalizar la vida política. Este hecho no ayuda en nada al fortalecimiento de un sistema de partidos en un momento en el que ha irrumpido, a izquierda y derecha, un populismo que apunta a la deslegitimación de las instituciones y de la misma acción parlamentaria. Es necesario que los partidos actúen con responsabilidad y capacidad para volver a tejer los grandes acuerdos nacionales.
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