Quisicosas

Escoger melones

Somos los únicos seres de la tierra capaces de llenar de emociones simples gestos de supervivencia. Cada melón, antes de calarlo, me sigue pareciendo el cofre del tesoro

La llegada de los meloneros a mi barrio inauguraba el verano. Sus tenderetes de toldos verdes cambiaban la geografía monótona de los edificios de ladrillo y convertían en un mercado excitante los descampados de arena. Siempre me he preguntado por qué Banús planificaba jardines que nadie plantaba, nosotros usábamos aquellos espacios mondos para jugar al fútbol o las chapas. «¡A cala y a cata! ¡A cala y a cata!» era el grito que yo no entendía, porque ni «calar» ni «catar» me resultaban inteligibles. ¿Qué decía el melonero? Me parecía el lenguaje de las «Mil y una noches». Aparecían las mujeres –siempre pechugonas, siempre enfundadas en batas de verano, siempre con el capacho al brazo– y le echaban intríngulis a la compra. Evoco el aire tórrido de Madrid, que suspendía espejismos en el aire del mediodía y dejaba a la perdiz que tenían en el bar (confinada en una jaula circular de su mismo tamaño) aletargada y exhausta. Los meloneros disponían melones y sandías en perfectas pirámides sobre hules en el suelo y sus caras atezadas, de Villaconejos supongo, recordaban que en las lindes de la ciudad inmensa quedaba un campo aún más extenso y crepitante de sol.

Más acá de los suburbios cuajados de emigrantes, en el corazón de la ciudad donde habitaban mis abuelos, el verano eran tardes de jardín y botijo, sangrías de casera y melocotones que la abuela llamaba inexplicablemente «limonada» y helados envasados en muñecos de Disney, que eran el último grito. Venía el «hombre del hielo» y entraba en casa una barra al hombro, apoyada sobre una manta. Con un punzón troceaba una parte para que mi abuela llenase el fondo de la fresquera. El abanico rítmico de la tía Eugenia serenaba la caída del sol y las cortinas pesadas impedían entrar a las moscas. Dentro, en la penumbra de la casa, casi hacía frío en aquellas alcobas sin ventanas. Olía un poco a humedad y otro poco a las galletas y el queso de la alacena.

Los hombres son los únicos seres de la tierra capaces de llenar de emociones simples gestos de supervivencia. Cada melón, antes de calarlo, me sigue pareciendo el cofre del tesoro. Incluso ahora, que apenas tienen pipas, las retiro con el cuchillo, como mi abuela y antes reservo para la frente sudorosa los extremos, lo mismo que me sigo haciendo pendientes con las cerezas de rabo. A la radio ha venido un campesino a explicarnos cómo golpear los melones y sandías y por qué los mejores tienen un parche amarillo, una huella del lecho de tierra, y escuchándolo vinieron los meloneros y se detuvo la perdiz en sus giros y hasta dejamos de jugar, de puro asombro.