
Méritos e infamias
Silencio en el cielo de Hiroshima
Desde 1945 ya tenemos la certeza de que podemos volar el planeta si nos lo proponemos
Es tortuoso pensar en la mañana del 6 de agosto de hace 80 años en Japón. Un grupo de hombres jóvenes forma una tripulación que se fotografía junto al fuselaje del Enola Gay; dentro espera la bomba que cambiaría la senda del ser humano tras la destrucción masiva de 70.000 personas inocentes. Ninguno de ellos podría saber entonces, mientras posan alegremente, que lograrían poner a cero el contador de la historia. «Little Boy» preñó de muerte la panza del bombardero norteamericano que sobrevoló Hiroshima para asestar el golpe de gracia al emperador, que se había negado a rendirse ante el ultimátum de Potsdam. Supimos después, siempre alcanzamos la luz tarde, que aquel ingenio de la tecnología nos insertó en la miseria moral del siglo XX, cocinada desde 1914, aunque en realidad ya anidaba en nuestro interior desde milenios atrás.
Sucede que no contamos con el valor y la sobriedad necesaria para posar los ojos sobre esta podredumbre. Miren sin pestañear los mundos de azufre y tortura de los cuadros de El Bosco, recréense en la galería de monstruos bípedos, en sus fechorías y se reconocerán.
Así somos, no se lo vuelva a negar por su bien. Tal magnitud de maldad sólo la han logrado los hornos crematorios en Polonia, donde la razón ilustrada, en lugar de facilitar la felicidad, nos retorció en un calvario eterno durante los tres años en los que cada día se entonó un «kaddish» tras otro. Pascal no erró al pensar que Cristo permanecerá siempre en la cruz, que no existe redención para nosotros. Aunque seamos especialistas en aniquilarnos, desde 1945 ya tenemos la certeza de que podemos volar el planeta si nos lo proponemos, logrando invertir nuestro cometido como especie. Perdimos cierta virginidad con la bomba, nos lanzamos a las zonas más oscuras de nuestra alma, rompimos el ciclo del tiempo, nos aseguramos la eterna amenaza de una extinción colectiva. ¡Bravo!
A los «hibakusha», los que sobrevivieron a duras penas a los bombardeos, se les aplicó la doble condena de la exclusión social. El pueblo nipón no perdona el fracaso y menos la imagen de vergüenza que les proyecta el espejo de la derrota. Incluso en la actualidad, sufren el rechazo de una sociedad incapaz de afrontar la constante recreación de su sometimiento.
El vacío que otorgan ocho décadas desde la mortífera detonación aún nos retuerce las tripas, nos coloca frente a la estúpida realidad que alimentamos diariamente gracias a este goteo insaciable de depravación humana. Mucho peor, en nuestro universo positivo, que sólo busca generar dopamina frente a una pantalla de plástico, el infierno sobre el Pacífico ni roza la epidermis de ese paraíso de «likes». Simplemente, la eterna penitencia se diluye de tal forma que la repetición mortal volverá a ser posible repitiendo la misma ignorancia.
Jamás nos colocaremos en la piel, qué ironía, de los que recibieron la lluvia del fuego lanzada por EEUU, ni en la de quienes desde entonces bailan la danza macabra de una guerra. Sólo podemos contener el aliento y tratar de imitar aquel silencio previo a la muerte del cielo de Hiroshima con la humildad de un «hibakusha».
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