Apuntes

Francia va a necesitar muchos más policías

La socialdemocracia nunca ha considerado que todos los ciudadanos son iguales ante la Ley

En la madrugada del domingo, lanzaron un coche contra la vivienda del alcalde de la comuna de L’Haÿ-les-Roses, Vincent Jeambrun, y luego la prendieron fuego. La esposa del alcalde y uno de sus hijos adolescentes resultaron con heridas graves. L’Haÿ-les-Roses es uno de esos lugares del gran París que tiene uno de esos barrios jodidos, que Kylian Mbappè denomina «populares», y del que han partido los grupos de vándalos adolescentes de estas últimas noches. Ignoro si el alcalde se replanteará su vida a partir de ahora, pero hay que reconocerle su capacidad de análisis social cuando en una oferta de empleo público para poner en marcha un «centro dinamizador», decidió que no se necesitaba diploma alguno, que bastaba «con no tener miedo a la hora de relacionarse con la gente del barrio».

La Alcaldía de L’Haÿ-les-Roses, de unos 40.000 habitantes, se deja una pasta en organizar actividades lúdicas para los del barrio jodido, que es como se entiende en Francia lo de «la integración». Total, no van a salir de la miseria, así que, por lo menos, que se entretengan con picnics gratis y concursos de embellecimiento floral. Lo de abordar el fracaso de un sistema educativo, que sólo se dedica a estabular adolescentes inmigrantes el tiempo que marca la ley, queda ya tan fuera de alcance que se ha convertido en una utopía. Y el caso es que hay jóvenes que salen adelante, que prosperan en un ambiente sin incentivos, tal vez, porque hay una familia, unos padres, detrás. Medio siglo después, cuando queda ya poco que analizar sobre el asunto de las «banliees» de Francia, Rachida Dati, ex ministra de Justicia, alcaldesa del VI Distrito de París, la segunda de los doce hijos de un matrimonio argelino-marroquí, hecha a sí misma desde un trabajo de dependienta de supermercado a administradora de multinacionales, ha resumido la cuestión de las barriadas en dos frases: «Francia está permanentemente sobre una olla a presión» y «cuando, una vez cada quince años, falla la válvula, se pone una tapa que son las fuerzas de Seguridad y vuelta a empezar».

En eso están Macron y su gobierno. Y el método funciona. Esa Policía que hoy se emplea a fondo, con una profesionalidad digna de mejor causa, es la misma Policía que carece de autoridad en los barrios, que sólo consigue hacerse obedecer por unos jóvenes aburridos de hacer siempre lo mismo por medio de la violencia. Y el francés medio, ese ciudadano al que la Administración machaca sin piedad en cuanto comete una infracción cualquiera, al que le dejan sin vehículo por cuatro gramos de emisiones de CO2 de más, que recicla bajo amenaza de multa, paga impuestos a porrillo y que ha visto cómo le reducían la futura pensión, se pregunta qué se ha hecho mal para que una parte de su territorio se haya convertido en zona de exclusión y vuelve los ojos a Le Pen y sus discursos de mano dura. ¿Más mano dura? Mire, el problema vino con la renuncia del Estado a la hora de cumplir y hacer cumplir las leyes, desde las ordenanzas municipales hasta las de circulación, pasando por la mitad del Código Penal y de Familia. Las excusas para este desistimiento fueron las habituales de la socialdemocracia europea, que nunca ha considerado que todos los ciudadanos, extranjeros o no, deber ser iguales ante la Ley, es decir, deben cumplirla por igual. Ahora, ya solo les queda ampliar plazas en las academias de policía.