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El buen salvaje

Un hombre en un ataúd y otros con gafas negras

La Iglesia ha durado dos mil años, con todas sus guerras y momentos oscuros. Está por ver si sobrevive a las gafas de sol.

El escenario es tan impresionante que anula cualquier teoría que desdeñe la importancia del dónde. Oh, el Vaticano. Por eso existen los palacios. No digamos el de Dios. La sencillez de Francisco no puede ser más que un «fake» dentro de la magnificencia de un sitio donde cualquier hombre es una sombra de siglos. Allí estaba un Papa en un ataúd. Toda su grandeza estaba recogida en un trozo de madera. Hacía tiempo que Francisco llevaba un pie de pino, tanto que un día seguro que estuvo a punto de quemarse sin que se diera cuenta. Por mucho que quisiera no llamar la atención del boato hay sucesos que escapan incluso a la voluntad de un Pontífice y, según se mire, la humildad también puede ser un pecado. Este es el mundo del más allá. Un día como ayer explica en unas horas de televisión por qué la Iglesia mantiene el poder dos mil años después. La liturgia, el color rojo, nada existe más perfecto en la Naturaleza creada por humanos. Hay una belleza que nos trasciende. Un hombre en un ataúd es un alma encerrada con las llaves de la tierra. Ahí dejamos a Francisco, señor de esos dominios mágicos.

Luego está el otro lado, el terrenal. Por muy poderosos que fueran, o se creyeran, el poder del mundo se sentaba frente a su propio fin. Todos acabarán siendo una persona en un ataúd. Con más o menos colesterol. Hay algunos que ya están señalados por un fantasma y algunos otros que se han librado por alguna equivocación . Se agradece, no obstante, el protocolo porque ordena el mundo. Los ropajes negros, las mantillas, por algunas horas el universo se ordenó en torno a una coreografía.

Hay un gesto que escapa a todo este ir y venir del carajo. Las gafas negras. No existe mayor símbolo de mundanidad. Las gafas se han convertido en aquello que refleja hasta qué punto uno puede llamar la atención creyéndose una ilusión de anonimato. Los poderosos del mundo, incluidos los nuestros más cercanos, se pusieron sus mejores gafas como si estuvieran en la final de Roland Garros. Ignoro lo que dice exactamente el protocolo. Todo puede ser interpretable. Así, mientras el hombre estaba en el ataúd, los otros llevaron máscaras negras que los aislaban del mundo. El «front row» del funeral fue la antítesis de lo que debe ser un acto solemne de características semidivinas, a no ser que la palabra divino se extrapole del lenguaje «fashion». El hombre seguía en el ataúd sin gafas. La Iglesia ha durado dos mil años, con todas sus guerras y momentos oscuros. Está por ver si sobrevive a las gafas de sol.