Letras líquidas

«Koldocracia»

La trama se convierte en la cristalización del gran mal que años de corruptelas, mordidas y comisiones no han logrado mejorar: los controles

Le confesaba Woody Allen a David Trueba en «Un día en Nueva York» que pulió su estilo como cineasta cuando dejó de filmar sus películas como si fueran una enloquecida sucesión de chistes y aprendió a empastar las historias y atemperar el ritmo enlazándolo con una trama más armónica. Y algo parecido, pensé yo, debió ocurrir con la democracia, que se perfeccionó cuando dejó de ser una concatenación de intereses aislados y se consolidó como un sistema político amalgamado en el equilibrio entre los beneficios de todos los ciudadanos: un hilo conductor que consolidara el bien común y modelara los deseos, pulsiones e inclinaciones individuales a través de límites, balanzas y contrapesos. La existencia de esos frenos es imprescindible, por ejemplo, para contener la corrupción, lastre bien conocido por su inherencia a la condición humana. Y, aunque esta teoría de los diques resulta perfecta en abstracto, su puesta en práctica lo es algo menos: siempre queda algún resquicio.

El «caso Koldo» se nos aparece ahora como una representación paradigmática, precisamente, de esos espacios sin vigilancia. Sin prejuzgar las responsabilidades penales, civiles o administrativas que puedan derivarse de los hechos que conocemos estos días, la trama se convierte en la cristalización del gran mal que años de corruptelas, mordidas y comisiones no han logrado mejorar: los controles. Esos que no han funcionado y que llevan a que la conversación pública vuelva a estar marcada por los clichés más tópicos del buen (y supuesto) corrupto, esto es, mariscadas, billetes de 500 en cajas fuertes, «ferraris» varios o compras apresuradas de apartamentos sin que medie hipoteca alguna.

Más allá de la coyuntura excepcional de la pandemia que, con sus urgencias y desconocimientos, precipitó la caída de barreras habituales en los procesos públicos de contratación, el «caso Koldo» nos enfrenta a uno de los males endémicos que atraviesan la administración española. Idiosincrasia institucional, podría llamarse: quién y cómo accede a los puestos de responsabilidad de «confianza». Esos que van cambiando según las urnas deciden a sus representantes, que son elegidos por cargos políticos sobre la base de criterios tan subjetivos como la amistad o la lealtad y que pasan a engrosar las filas de empleados pagados con fondos públicos sin acreditar unos estándares mínimos de formación o adecuación específica al puesto que sí se exigirían en oposiciones públicas o procesos de selección privados. ¿Qué sociedad aspira a ser aquella que liquida el valor de la meritocracia? A lo mejor, y volviendo al cine de Allen, una repleta de granujas de medio pelo.