Quisicosas
La Marimorena
Lo ideal en la noche de Navidad es un abuelo en bata y un bebé berreando o una cena como la mía ayer, de veinte personas
No hay nada más conmovedor que ese langostino naufragado entre los cojines del sofá del salón, con su aureola de grasa orlando el terciopelo de la tapicería. Muy próximos en el podio olímpico de la Navidad están el trozo de cordero engastado en el parqué y la lasca de turrón duro pendiendo de la cortina, como una condecoración castrense. Una casa española sin pecios tras la batalla de Nochebuena no merece ese nombre.
Es imposible explicarles a los parientes alemanes ese afán nuestro de juntarnos, cuantos más mejor, en un recinto común, a poder ser estrecho como cajón de sardinas arenques. Para tamaña hazaña se arrastran mesas desde la terraza o la cocina, se piden sillas prestadas a los vecinos y se flanquean las insuficientes copas con vasos de cartón. Lo ideal es que los platos se rocen entre sí y los cubiertos se agazapen sin quedar a la vista, tan comprimidos como los comensales. También, que al final falten cordero o cochino y dos cuñados acaben repartiéndose la tajada postrera, como símbolo de armonía pascual. En el ágape se debe acabar con el vino bueno, que debe ser sucedido por caldos menores, al estilo bíblico, y es preceptivo reventar de comida y dulces, hasta que las frutas escarchadas, polvorones y guirlaches le salgan a uno por las orejas.
Mientras, en la gélida Centroeuropa, los matrimonios hieráticos y elegantes comen en la mesa impecablemente vestida y sus ancianos solitarios engullen el menú de la asistencia social mientras preparan el billete postrero a Suiza. Alguna familia cristiana o marginal alcanza los cuatro, cinco comensales. Les resultan ininteligibles nuestros villancicos que festejan las barbas de San José, los pañales del niño, las enaguas de la Virgen o los gitanos que arriman cuatrocientas sillas al portal. En nuestro belén hay viejas con almirez, hombres con cuchillos haciendo botas y pastores que rompen de gozo tres pares de castañuelas.
Lo ideal en la noche de Navidad es un abuelo en bata y un bebé berreando o una cena como la mía ayer, de veinte personas, entre ellas un chino invitado por mi hermana Constanza, el mendigo de la parroquia y la madre berlinesa de mi cuñado Georg. La mañana de Pascua nos sorprendió llenando el cuarto friegaplatos, amontonando bolsas de basura, sacando cascos al contenedor de vidrio y reciclando sobras para cinco días de croquetas y sopas de menudillos.
Este afán nacional por hacinarse, con su poquito de tensión familiar, que hace a veces del ambiente un jarrón de cristal a punto de quebrarse, nos arrima a Sicilia y Nápoles, Grecia y Oriente Medio y nos hace huéspedes de un portal con bueyes y mulas, Reyes Magos y pastores armando la Marimorena. Montando, exactamente, la de Dios es Cristo.