Con su permiso
Agua
Antes los forofos estaban en el fútbol, ahora ocupan los asientos en cualquier tipo de intercambio de pareceres
Es muy de nuestro tiempo negar la realidad más evidente si ésta choca con la idea que tenemos de las cosas o los principios o impresiones con los que transitamos por la vida. Pocas veces ha tenido la humanidad ocasión de conocerse y conocer como en esta época de puertas abiertas y tecnologías de la información. Quien no sabe es porque no quiere; quien no aprende es por falta de estímulo o simple pereza. Tenemos a nuestro alcance casi todo el conocimiento, pero, paradójicamente, somos cada vez más intolerantes y cerrados en nuestro entorno y nuestra mirada. Nuestras posibilidades de saber lo que pasa son más reales que nunca, pero crecemos en sectarismo y miopía. Cuanto más podemos saber, menos sabemos.
Ya hace años Miguel Ángel Aguilar sostenía que en momentos de inundación lo que más falta hace es precisamente el agua, agua potable. Y en eso estamos. Con más urgencia que nunca.
Urge revisar el modo en que aceptamos la sórdida banalidad con la que las redes sociales relatan el mundo y la forma en que su dinámica comercial contribuye a fragmentar sociedades, grupos y hasta familias. Hemos aceptado como normal que las decisiones de gobierno se anuncien en una red social, y llevamos ya tiempo considerando cosa también tolerable que los debates se enclaustren en la frontera de las limitaciones de palabras que imponen las redes. Se eleva a la categoría de persona relevante a tal o cual sujeto cuyas frivolidades celebran miles o millones de personas como profetas de la nueva religión de lo banal. Influencers, se les llama, o sea, personas que influyen, reubicando el término influencia en el más bajo de los escalones en que la costumbre ha colocado nunca la palabra. Hace años, una persona influyente era alguien cuyo criterio o cuya obra tenían capacidad de mejorar la vida o el pensamiento de los demás. Hoy una persona considerada influyente hace exactamente lo contrario, embrutecer, limitar, cuando no directamente envilecer a sus miles o millones de seguidores. Por si éramos pocos, ahora llega la IA, la Inteligencia Artificial, y dota aún de mayor capacidad de embrutecimiento al paisaje global de la comunicación, sustituyendo la creatividad por la combinación de datos y el arte por los algoritmos.
Todo esto combinado nos trae a un tiempo de autoafirmación y desconfianza. Pese a tener el mundo a nuestro alcance, buscamos qué y quién nos dé la razón, consumimos los productos que la tecnología nos sugiere y nos admiramos de obras que no han surgido de la mente o el alma humanos. Probablemente en esta raíz se encuentre la explicación a la novedosa tendencia a negar lo evidente aunque nos lo pongan frente a los ojos. Aquí encontramos el origen de un sectarismo que, en muchos casos, sus practicantes, ciegos de autoafirmación, son capaces de llevar al extremo. Por eso hay quien sigue otorgando capacidad de gestión, su hueco en la Historia, a líderes mundiales ignorantes y crueles, o ambas cosas, o quien niega monstruosidad en las matanzas buscando convertir a víctimas en verdugos. Y ay de quien ose no ya cuestionar o contradecir, sino, aún peor, mostrar la evidencia de su error a los partidarios de una u otra barra o afición. Antes los forofos estaban en el fútbol; ahora ocupan los asientos en cualquier tipo de intercambio de pareceres. Es otra de las paradojas de este tiempo de información en el que sabemos cada vez menos, y es que cada vez más apasionados estamos aceptando que las verdaderas pasiones abandonen sus territorios de creación y verdad, o sea el arte, el amor, la relación o el compromiso, y aniden en lugares de los que ha empujado al destierro a la razón, como la política, la economía o el relato riguroso de la Historia.
Pero hay fuentes de agua potable no muy lejos de nosotros. El periodismo, que a él aludía Aguilar, sigue siendo lo que se necesita en este tiempo de inundación y barro que todo lo mancha. Periodismo entendido como compromiso con la información, como seguimiento y explicación de lo que nos afecta, como proveedor de propuestas de opinión que pueden servir, por supuesto, para reafirmar lo propio o, como sucedía hace tiempo incluso en la política, provocar reflexiones que nos lleven a cambiar puntos de vista. O sea, debates inteligentes que sean de verdad debates.
El antídoto a la irracionalidad, la intolerancia, la banalidad y la estupidez sigue estando bajo los libros, la conversación y los medios de comunicación comprometidos. Sobre todo entre los que escriben cosas que no nos gustan y tienen ideas que tampoco compartimos.
El mundo es más rico si la riqueza que nos ofrece sirve para descubrir lo nuevo que nos hace vibrar y pone ante nosotros miradas distintas que nos lleven a cuestionarnos lo que pensamos. Es la única herramienta de quienes seguimos creyendo que las cosas son más complejas, buscando un mundo en el que lo inútil, siguiendo la ruta de Ordine, siga sirviéndonos para crecer y, todo hay que decirlo, padeciendo la banal frivolidad y la cruel intolerancia de quienes siguen pensando que tienen la razón aunque la verdad se la arrebate ante sus propias narices.