Opinión
Más de finales que de principios
Hay que saber cuándo se cierra, para no hacerlo antes de tiempo ni demasiado tarde
No recuerdo demasiados principios, pero tengo mi lista de finales preferidos. Hablo de pelis y hablo de libros, claro. El final de "Blade Runner", el final de "Dr. Strangelove", el de "Cantando bajo la lluvia", el de "Annie Hall". John Wick largándose bajo el chaparrón con un perro recién adoptado y después de liarla parda. Norma Desmond enajenada aproximándose a cámara tras descender teatralmente la escalera. Multitud, flores y lágrimas en "Cuando pasan las cigüeñas". «Entonces», termina "Mobie Dik", «pequeñas aves volaron gritando sobre el abismo aún entreabierto; una tétrica rompiente blanca chocó contra sus bordes abruptos; después, todo se desplomó, y el gran sudario del mar siguió meciéndose como se mecía hace cinco mil años». O "El conde de Montecristo": «Cariño –repuso Valentina–, ¿no acaba de decirnos que la sabiduría humana se encierra toda ella en estas dos palabras?: ¡Confiar y esperar!».
Qué finales. Me chiflan los finales. Por el final es, precisamente, por donde empiezo a leer siempre los periódicos y, uno malo, me puedo fastidiar todo un artículo que hasta ese momento me pareciese perfecto. Prefiero los finales a los principios, creo que ya lo he dicho. Los principios, es verdad, abren todo un mundo de posibilidades pero los finales, ay los finales: esos son un arte. Porque hay que saber cuándo se cierra, para no hacerlo antes de tiempo ni demasiado tarde. Justo cuando toca, en el momento exacto, con la palabra precisa y el gesto necesario. Sin pasarse, ni por exceso ni por defecto. En el final no valen ni los casi ni los bastante. El final es mesura, hay que atar los caballos y que no se desboquen. Impedir que las campanas tañan a rebato. Todo este rollo para sofisticar que nada me alegra más que el final del verano, que para mí muere con agosto. Te quiero, septiembre.
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