El canto del cuco

El mundo que viene

El deseo de irse al pueblo está más extendido entre la gente joven. Sólo falta que las autoridades públicas se tomen en serio lo de la despoblación y faciliten las cosas.

Una escapada al pueblo debería servir para olvidarse unos días de la «guerra de los aranceles» y demás amenazas que tienen a Europa en vilo. Uno iba convencido de que hasta aquí sólo llegarían, muy amortizados, los ecos de la tormenta «trumpiana». Nada hacía suponer lo contrario. Era un día gris y sereno. Nieblas bajas se agarraban a las cumbres y laderas del monte. Con las últimas lluvias, El Valle, al pie de la Cebollera, luce un verde radiante, primaveral. Seguía lloviendo mansamente. Sólo el ligero sonido de la lluvia rompía el acogedor silencio. Muy de rato en rato pasaba un coche por la carretera. No se veía un alma por la calle. En el nido de la torre de la iglesia dos crías de cigüeña ensayaban su primer vuelo iniciático. Era lo único que se salía de lo acostumbrado.

El motivo del viaje era estrictamente familiar. Sara, mi hija, cumplía 38 años y había que celebrarlo. Ha sido madre por segunda vez. Olmo, que así se llama mi último nieto, tiene cuatro meses y es una preciosidad de niño. El mayor, Lope, cumplía tres años un día antes que su madre. Así que teníamos múltiple motivo de celebración. Sara y Ramón, su marido, son ambos traductores. Hace dos años y pico se liaron la manta a la cabeza, dejaron Madrid y se fueron a vivir al pueblo. Compraron una casa, la rehicieron sin ninguna ayuda de la Administración, se hicieron con un huerto, que aún no han podido cultivar a fondo, y teletrabajan los dos. Lo cuento porque es la historia más cercana que conozco para ilustrar el inicial cambio de tendencia de la ciudad al campo. El deseo de irse al pueblo está más extendido entre la gente joven. Sólo falta que las autoridades públicas se tomen en serio lo de la despoblación y faciliten las cosas.

En un momento de sosiego, mientras golpeaba la lluvia en los cristales, Sara, con Olmo en brazos, me soltó a propósito de la «guerra de los aranceles»: «¿Qué será de este niño? ¿Qué mundo le espera?». Ante la estampa, ciertamente conmovedora, con el niño ensayando sus primeras sonrisas, me salió de dentro, sin pensarlo mucho, un pronóstico esperanzador: «Su mundo será mejor que el nuestro; en contra de lo que parece por los retrocesos puntuales que sufrimos, vamos avanzando; las grandes estadísticas me dan la razón: cada vez hay menos guerras, menos hambre en el mundo y más adelantos». Pero me parece que no la convencí. «No sé –dijo Sara–, habrá que pensar en cultivar el huerto».