
Tribuna
Nuestro cáncer administrativo: la burrocracia
Hay consenso en la necesidad de desregular, volver a la libertad y disminuir el volumen de la administración, pero los gobiernos hacen lo contrario


La dictadura administrativa mutó en grotesca tiranía amordazando Europa. Antes con papeles, ahora con ordenadores que desordenan sus pretendidos fines. Todos se quejan. Empresarios, comerciantes, ganaderos, agricultores, investigadores, médicos, profesores... La burocracia se ha multiplicado monstruosamente en nuestras sociedades en un afán de control imposible, como la ridícula ley que pide a quienes han de alojarse una noche en una casa rural cuenta bancaria, parentesco y mil datos innecesarios, mientras los terroristas se burlan con carcajadas atroces.
Los médicos, en vez de estudiar e investigar para curarnos, fueron colapsados con montañas de deberes burocráticos durante los últimos años. Solo ahora se piensa en devolverles asistentes humanos. Imaginaron sustituirlos con sistemas informáticos. Falso. Facilitaron muchas tareas, pero otras nuevas brotaron como maléficos hongos. Emplear a un cirujano en quehaceres mecánicos que podría desarrollar cualquier otro, apenas cualificado, es aberrante y muy costoso.
Los científicos gastan buena parte de su horario laboral en procesos administrativos, justificando pagos y redactando explicaciones de sus actividades, en vez de realizarlas. Ingenieros y muchos otros investigadores de diversas disciplinas en las universidades sufren igualmente. Lo que más ha crecido últimamente ha sido la administración, departamentos de control y control de controles que, más que ayudar, han frenado con su complicación la carrera de descubrimientos esperable, si se les hubiera dejado trabajar en paz y libremente. «Cada maestrillo tiene su librillo»; condenado por gobiernos envenenados con pedagogías ineptas y maníacos metodólogos. Mil labores y largos, inútiles informes, provocan enorme desánimo. El farmacéutico que buscaba nuevos medicamentos se frustra perdiéndose entre prescindibles gestiones sin apenas desarrollar su vocación. Se desperdician meses introduciendo datos en aplicaciones informáticas estúpidas, que solo admiten rígidamente algunos formatos, para lograr una cátedra. Profesores universitarios de todas las disciplinas sufren días de infarto para justificar su trabajo y evitar penalizaciones con los sexenios. Multitud de jornadas laborales perdidas en faenas administrativas odiosas que a más de uno deprimen, estorbando sus funciones. Somos rellenadores de datos, habitamos el ordenador para desarrollar trajines no solo aburridos sino exasperantes, por lo ridículos.
El mundo interconectado donde buena parte de nuestra actividad es ejecutada por ordenadores e «inteligencia» artificial se ha desvelado como un infierno de redes, dispositivos que caducan o requieren constantemente nuevas actualizaciones o recambios, páginas torpemente ordenadas o incomprensibles, que borran los datos introducidos cuando pasamos página o no admiten ciertos caracteres.
Eliminaron así puestos de trabajo, ahorro para empresas y administraciones públicas. Ahora cada uno es su propio secretario, con dispositivos electrónicos o teléfono móvil «inteligente», exigiéndonos cada vez más tareas y datos «por motivos de seguridad». Para lograr un billete de tren o mirar los recibos en el banco nos hundimos en Internet demasiado tiempo, a veces sin ayuda alguna porque en vez de personas que podrían orientarnos sensatamente colocan estúpidos y aborrecibles robots. Llamamos y nadie responde, solo máquinas que no atinan a darnos la anhelada solución. Sufrimos universalmente una dictadura de parlanchines artificiales con exiguas opciones que no arreglan lo que breves minutos de conversación humana resolverían. He conocido personas inteligentísimas enojadísimas o deprimidas cuando caen en las trampas administrativas. Cuestiones que deberían ser sencillísimas se convierten en heroicos empeños que pueden llevar a muchos a perderse en los laberintos del ordenador.
El Gobierno ha decidido eliminar el gasto de papel y las ventanillas con funcionarios, sustituyéndolo por páginas en varios tipos de web, muchas veces ejemplares en lo que no hay que hacer. Buena parte de los administrados no sabe usarlas y discriminaron a las personas mayores que no pudieron adaptarse a este nuevo universo digital.
He de volver a la Universidad de Harvard y al entrar en la aplicación me pierdo en trágico laberinto donde hay opciones incomprensibles, aun con la ayuda de la secretaria, y solo para conseguir un permiso. En otras ocasiones bastaba un correo de aceptación y se arreglaba fácilmente. Si esto sucede allí, el panorama es desconsolador. Sufrimos un extremo afán de control engendrado por millares de normas o leyes que cada vez nos hacen más difícil la vida. Hay consenso en la necesidad de desregular, volver a la libertad y disminuir el volumen de la administración, pero los gobiernos hacen lo contrario: la burocracia resultó un cáncer social. La gestión de las inundaciones en Levante ha demostrado el fracaso del pluralismo de gobiernos y administraciones, entorpeciéndose e ineficientes. Deberían simplificar los procesos.
«El sábado se hizo para el hombre», no al revés. Sistemas y administraciones o leyes han de someterse y servir al hombre y no esclavizarlo con procesos kafkianos. Nuestros trabajos han aumentado en casa, gracias a los desordenadores de nuestras vidas, mientras el cáncer crece, paralizando el desarrollo. Los gobiernos lo nutren. Que un ganadero autónomo gaste un día a la semana para justificar lo que hace resulta excesivo. El sistema administrativo nació para cumplir hermosos fines, pero en vez de favorecer el galope, vamos a lomos de un burro con grave lastre. Sádicos son los burrócratas.
Ilia Galán Díezes catedrático en la Facultad de Humanidades de la Universidad Carlos III de Madrid.
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