Tribuna
«Pedir la luna»
La luna representa el deseo nostálgico, el anhelo por lo imposible y el viaje onírico a la utopía, característica de la poesía, los cuentos infantiles y los relatos maravillosos
«Pedir la luna» fue lo único que faltó en los inolvidables mercadeos entre partidos previos a la investidura de la semana pasada... Pero, no teman, no, que no voy a hablarles aquí de política y de sus inseparables miserias. Sería una temeridad algo vulgar por mi parte, por muy urgente que pueda parecer, pues hay cosas más importantes: las de la vida y la muerte (y también las de la literatura, los cuentos y los mitos que las acompañan desde tiempo inmemorial). Solo que hoy me ha venido a la cabeza esa expresión al hilo de aquellos cambalaches. Hay que recordar que el deseo, desde el punto de vista etimológico clásico, tiene que ver con mirar a los astros. En latín, «desiderare» significaba «esperar algo de las estrellas» («sidera», plural de «sidus») y, por extensión, también pedir algo de ellas («petere»). De ahí el francés e italiano («desiderare / desiderio», «désir / désirer»), aunque nuestro sabio etimológico, Corominas, prefiere ver en la voz «deseo» un étimo latino erótico, el «desidium» (por eso tal vez el matiz sensual que me recuerda al universo Almodóvar), habiendo existido también en español el cultismo, «desiderio», que remonta al origen estelar. Y desde ahí hay solo un paso a la frase «lunam petere», pedir la luna, que no es una paremia del mundo clásico sino que tiene más que ver con el humanismo y acaso con el despegue, en la misma época, de la astronomía.
La luna representa el deseo nostálgico, el anhelo por lo imposible y el viaje onírico a la utopía, característica de la poesía, los cuentos infantiles y los relatos maravillosos. Venerada como diosa desde antiguo, casi siempre una mujer poderosa que regula los meses de los animales y las mareas, la observamos desde antiguo con cierta melancolía –marca, ésta, de Saturno–, con el ansia de alcanzar un mundo mejor y con el desengaño, de triste ironía, de no lograrlo. Que deseamos imposibles, estrellas o lunas («per aspera ad astra», dice el viejo adagio latino que ha inspirado a Elon Musk su carrera espacial) lo prueba la larga historia del anhelo por tocar la Luna, que, en lo positivista, se vio culminada acaso por la expedición del Apolo XI en 1969, anticipada de forma visionaria por Jules Verne en su «De la Tierra la Luna» (1865). Otro pionero, C.S. Lewis, anticipaba que ese momento, el de hollar nuestro satélite, acabaría tal vez con la magia del deseo poético de la luna. Pero si el sueño de la ciencia se concretó en aquel viaje de los astronautas –ahora parece que es Marte lo que más les atrae– los anhelos lunáticos y utópicos me parecen inextinguibles.
Ya antes de Verne hay una apasionante serie de viajes lunares, fantásticos, oníricos y utópicos, anticipados ya desde la Antigüedad. El primero de ellos es el de los «Relatos Verídicos» de Luciano de Samósata (s.II), al que tanto admiró Voltaire, que es irónico y deliciosamente divertido. El tema del viaje lunar –no solo como divertimento, sino con matices científicos, filosóficos o incluso esotéricos– tiene una larga historia que pasa por el medievo y el Renacimiento (Dante y Ariosto, con el viaje lunar de Astolfo para buscar el juicio perdido de Orlando) y desemboca en la moderna astronomía. A ese propósito he tenido el honor de poder recoger en una antología con mi maestro Carlos García Gual, de quien partió esta fantástica idea, algunas de estas viejas aventuras lunares en el libro «Utópicos, pioneros y lunáticos. Relatos de viajes a la luna antes de Julio Verne» (Editorial Rosamerón).
Entre brujería y ciencia, la magia del viaje onírico del mago Torralba, evocado por Don Quijote, en la España de la Inquisición (y luego investigado por Caro Baroja), da paso a los viajes con pretensión astronómica de Maldonado o Kepler en el XVII. Al tiempo, en dos textos insólitos, los obispos ingleses Godwin y Wilkins teorizan sobre las posibilidades reales de explotar el mundo lugar: ¡qué diferente sería, como se ve en ellos, su colonización por parte del imperio español o del británico, católicos o protestantes, evangelizadores o comerciantes! Hay otros rastros que nos llevan a Defoe y Poe, que ironizan con la vida terrestre desde la luna, y por supuesto está la genial expedición de Cyrano de Bergerac. La luna es territorio de poetas, desde Safo y Li Po a Leopardi…
¡Y qué decir del folklore y el cuento maravilloso, humorístico o soñador! Solo hay que pensar en el inefable Barón de Münchhausen, colgado del cuerno de la luna, o en los cuatro mozos que fueron a buscar la luna para los Grimm: «Iremos a buscar un carro y un caballo, y nos llevaremos la luna. Aquí podrán comprar otra». Alcanzar la luna es el imposible que consiguen los héroes de cuentos infantiles modernos tan conmovedores como «Papá, por favor, consígueme la luna» (1986) de Eric Carle, «¿A qué sabe la luna?» (1993) de Michael Grejniec o «Fonchito y la luna» (2010) de Vargas Llosa. En ellos la luna se alcanza por su reflejo en el agua. En fin, que pese al Apolo XI o a Elon Musk, la luna no ha perdido un ápice de su encanto. Habría tal vez dos cosas que preguntarle: «¿Qué haces tú, luna, en el cielo?», como dice el pastor errante de Leopardi, y si, como quieren Ariosto e Italo Calvino, las cosas que se pierden en la Tierra van a parar a ella. Quizá allí encontráramos el juicio perdido de nuestros políticos…
David Hernández de la Fuentees escritor y Catedrático de Filología Clásica.
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