Tribuna

Planes

Reformar la Administración es difícil, pero el político tiene una ventaja: le interesa. Sabe, y sabe bien, que es su brazo, su instrumento de actuación y que una Administración ineficaz puede hacer que sus proyectos puedan quedar en nada

Hay un documento que consulto cada año, el Plan Anual Normativo. Admito que hay gustos para todo y lo mío será, supongo, deformación profesional. El breve espacio que tengo impide explicar qué es, así que me remito –y no se lo tomen a mal– al artículo 25 de la Ley del Gobierno y a su reglamento de desarrollo: ahí encontrarán la explicación. Aunque tampoco hace falta porque su denominación es bastante elocuente: es el documento en el que el Gobierno expone qué normas proyecta para cada año. Para el de 2024 me fijo en dos capítulos: los relativos a la Administración pública y, cómo no, a la Justicia.

En cuanto a la Administración, despejado el Plan de su lenguaje burocratizado, entiendo que se promoverán diversas leyes con las que se «revolucionará» la burocracia, término éste que no es del Plan, sino de algunos medios. La idea, por lo que leo, aspira a un objetivo muchas veces anhelado: aplicar a las administraciones –especialmente en lo funcionarial– criterios de actuación propios del sector privado, que suele concebirse como paradigma de eficacia. De esas futuras normas me fijo en dos.

Con una de ellas se pretende pasar de una Administración rígidamente compartimentada en Ministerios a otra organizada en «funciones y procesos», lo que se plasmaría en «equipos» interdisciplinares. Si no he entendido mal –y dicho de otra forma– que el diseño, ejecución y seguimiento de las distintas políticas no se aísle necesariamente en un ministerio, monopolizándolo, sino que sea obra de esos equipos multidisciplinares con lo que se evitarían, por ejemplo, duplicidades y, además, piques interministeriales, que para algo somos humanos.

También se anuncian novedades para la función pública, en concreto se alumbraría una ley que regule el estatuto del Directivo Público, figura que tampoco es novedosa, como lo reconoce el Plan; es más, lo que nos dice como explicación es lo que ya regula el Estatuto Básico del Empleado Público. Se trata de un funcionario público con funciones directivas, seleccionado según los cánones constitucionales, pero cuyo desempeño profesional se evaluaría con arreglo a criterios propios del sector privado. Y, en fin, hay otra iniciativa que no comento porque no este artículo no da para más.

No sé en que quedarán estos planes con el panorama político que tenemos. La realidad de una legislatura nada fácil no es el mejor momento para hacer revoluciones burocráticas. Estamos hablando de unas reformas que son –así lo creo– cuestiones de Estado porque los políticos pasan, la Administración permanece; además, supongo, las reformas no se constreñirían a la Administración del Estado, sino que afectarán comunidades autónomas y municipios, al menos en lo funcionarial. Esto llama a un lógico consenso, lo que no veo. Si hablamos de partidos nacionales, ahí están, sumidos en un enfrentamiento total, político y personal; y si hablamos de socios parlamentarios ya vemos por dónde van sus intereses: Junts y ERC no hablan de eficacia, de buena administración, sino de control y vaya como ejemplo lo que reclaman sobre interventores y secretarios locales.

El Plan es ambicioso, se centra en unos objetivos concretos, profundos y evita caer en la ineficaz ambición de una reforma total, por ejemplo, en el ámbito de la función pública. Como he dicho, la prensa habla de «revolución» y lenguaje periodístico al margen, la realidad es que las administraciones no son paquidermos, sino superpetroleros y quien las capitanea debe ser consciente de que su maniobrabilidad para un cambio de rumbo no es la de un fueraborda. Hay muchos intereses creados, muchas inercias corporativas y psicológicas petrificadas. Ojalá se logren esos objetivos y, dicho sea de paso, que ante una legislatura complicada se evite la tentación de abusar del decreto ley.

Reformar la Administración es difícil, pero el político tiene una ventaja: le interesa. Sabe, y sabe bien, que es su brazo, su instrumento de actuación y que una Administración ineficaz puede hacer que sus proyectos puedan quedar en nada. Le interesa que funcione bien y esta última idea, a modo de capotazo, pone en suerte ante mí al morlaco de la Justicia. Esta sí que no está entre las prioridades políticas, salvo que sirvan para controlar.

Si repasase todas las reformas que precisa no acabaría y hablo de reformas estructurales. En Justicia –habrá que recordarlo– seguimos funcionando con esquemas centenarios, funcionariales, de trabajo, geográficos, procedimentales y organizativos. Primero la fotocopiadora, luego el fax y ahora los ordenadores: esas han sido las grandes revoluciones. Pese a ello como objetivo se planea una vetusta novedad: que la investigación penal pase del juez al fiscal, objetivo que acaricia todo gobernante con problemas judiciales. El porqué de tal opción está en la respuesta a esa pregunta retórica que se hacía el presidente del gobierno –el Ministerio Fiscal «¿de quién depende?»- cuando mirándose en el espejo, respondió: «pues ya está». Seguro que le entendieron.