Aunque moleste

Un problema de lealtad

Destacó el Rey hace seis años la deslealtad de quienes gobernaban la Generalitat y el embate a la convivencia

Comenzó ayer el Rey la tanda de consultas con vistas a una nueva sesión de investidura, que previsiblemente será encargada al actual presidente en funciones, Pedro Sánchez. Ronda incompleta pues hay tres partidos, Bildu, ERC y Junts, que rechazan reunirse con Felipe VI. Los dos últimos arguyen como razón de peso para no acudir a Zarzuela el contenido del discurso que, hace hoy justo seis años, el jefe del Estado pronunció con motivo de la pretensión de la Generalitat de proclamar ilegalmente la independencia de Cataluña. ¿Por qué molesta tanto a los independentistas aquella alocución? Tal vez porque destapa sus vergüenzas, el atropello a la lealtad institucional que supuso que las autoridades de Cataluña incumplieran sistemáticamente la Constitución y su Estatuto de Autonomía de manera «consciente, reiterada y deliberada», con decisiones que vulneraron las normas aprobadas legal y legítimamente, «demostrando una deslealtad inadmisible» hacia el Estado al que ellos representaban en Cataluña. «Han quebrantado los principios democráticos (…) y han socavado la armonía y la convivencia en la propia sociedad catalana, llegando desgraciadamente a dividirla», dijo don Felipe.

Siendo un discurso excelente en su totalidad, las menciones a la deslealtad y la división resultan particularmente relevantes, en la medida en que los máximos responsables de aquella rebelión, Puigdemont y Junqueras, incurrieron en lo primero y provocaron lo segundo. Lealtad es sinónimo de fidelidad, y su contrario es la traición. Semejante figura no está inserta en el Código Penal, pero sí en nuestro código moral. Se dice que una persona es honrada en la medida en que es leal y confiable. No se puede presidir o dirigir una alta institución del Estado desde la deslealtad, y menos si con esa actitud enfrenta a la sociedad hasta límites extremos, atentando contra la convivencia pacífica, como hizo Puigdemont a sabiendas, con predeterminación y alevosía, como demuestra su huida del país con nocturnidad, camuflado en el maletero de un coche, igual que los delincuentes. Con la gravedad moral, además, de haber huido dejando en la estacada a un grupo de consejeros que esperaban a su presidente esa mañana en la Generalitat para ofrecer una imagen de normalidad y restar valor al 155. Igual que le esperaba también un nutrido grupo de empleados, que quería recibirle entre aplausos habida cuenta de su «gesta». Hablando de honorabilidad, siempre se dijo en la Marina que el capitán debe ser el último en abandonar el barco. Puigdemont fue el primero, y lo hizo además a escondidas, de manera miserable, olvidándose de aquellos subordinados a los que debería proteger.

Pues bien, es este señor, Puigdemont, quien tiene en sus manos «el mando a distancia» del Gobierno de España, como ha reiterado en diferentes ocasiones Emiliano García Page, presidente socialista de Castilla-La Mancha. La deslealtad es por sí misma un motivo más que sobrado para desconfiar de quien hizo todo lo anterior sin inmutarse ni arrepentirse. Pero quizás lo peor es el segundo de los aspectos mencionados en el discurso del Rey. La división de la sociedad. El ataque a la convivencia. Crear desde las instituciones un clima de hostilidad y enfrentamiento que atentaba contra el espíritu de concordia consagrado en la Transición española, tan elogiado en todo el mundo.

Quizás por todo eso los seguidores de Puigdemont no quieren ir a ver al Rey. Se les cae la cara de vergüenza.