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Proximidad
La cercanía con el público suele verse como una cualidad en el político. Quizá deberíamos replanteárnoslo
Hoy en día disponemos a nuestro alrededor de un número conveniente de supermercados que nos ofrecen una variedad de precios aceptables, comida limpia, productos manufacturados bien acabados y una trazabilidad bastante segura de cómo han sido producidos y comercializados. A pesar de ello, detecto un general consenso en favor de hablar bien del comercio de proximidad por mucho que sus precios sean destacablemente más caros y sus vegetales con frecuencia tengan la pinta de un conjunto de hierbas marchitas cubiertas de barro. ¿Autosugestión colectiva? Lo cierto es que, por mucho bien que dé al vecindario, el comercio de proximidad no ha sido capaz de devolvernos aquellos sabrosos alimentos de nuestra infancia. Los guisantes redondos y suculentos de hace décadas ya nunca volverán, el pan blanco que hacía salivar al Lazarillo de Tormes a duras penas podrá encontrarse ya en algún sitio (quizá en Peñafiel). Hay general creencia de que los negocios y organizaciones locales son mejores que los multinacionales o los grandes super-estados, pero tal inconsciente colectivo es sospechosamente conveniente para las redes caciquiles de cualquier sitio y nunca podremos descartar del todo que promuevan esas ideas adrede.
A la vista del resultado de las elecciones de anteayer, algo similar pasa con los políticos de proximidad. Es como si quedara bien hablar de ellos, pero luego soñáramos todos con un hipermercado más limpio, más iluminado, y más fiable. La cercanía con el público suele verse como una cualidad en el político. Quizá deberíamos replanteárnoslo. Porque no deja de ser razonable pensar que alguien lejano y externo pudiera abordar con una versión más objetiva y desapasionada todos los asuntos locales que nos ocupan. Hasta Keynes reconocía que son las pasiones particulares lo que mueve la economía. Si aspiramos a una justicia universal no renunciemos nunca a esa apertura multinacional, no sea que llegue un día en que, en nuestra estantería política, no encontremos más que el conocido conjunto de hierbas marchitas cubierta de barro.
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