El ambigú

La religión civil

La aceptación del pluralismo político no puede exigir la rendición de tus armas ideológicas

El verano del 23 será inolvidable por sus acontecimientos de diferente naturaleza, y recordaremos aquel extraño verano en lo político rodeado de traumáticos acontecimientos y esperpénticas actuaciones. Ha sido un verano que nos ha impedido tomar días para hacer reflexiones de fondo y nos ha sumido en el cortoplacismo propio de la actualidad. En el fondo del tratamiento de muchos de estos sucesos y acontecimientos late un estado de pensamiento muy marcado por lo que ya Rousseau calificó como religión civil, concepto que en Estados Unidos ha creado toda una corriente filosófica de autoafirmación nacional, y que en Europa, y especialmente en España está derivando en un intento de monopolio por parte de ideologías de izquierdas en la definición de lo que está bien y lo que no, de lo admisible y de lo inadmisible, y sobre todo, en una apropiación de valores universales para soslayar su propia crisis ideológica tomando banderas que deberían ser de todos y para todos. Los mas anticlericales son los que conforma dogmas de fe política e ideológica cuyo mero cuestionamiento te convierte en un apátrida intelectual. Rousseau empleó el término religión civil para contraponer los valores religiosos establecidos por el cristianismo a aquellos que debían prevalecer en los ciudadanos de un Estado para permitir la perdurabilidad del pacto social garante de la cohesión social; en Estados Unidos ha constituido una fe cuasi-religiosa basada en símbolos sagrados extraídos de su historia nacional. Pero en España no se utiliza con estos fines, sino para contraponer y enfrentar, algo que parece estar muy presente en la agenda ideológica y estratégica de algunos agentes políticos. En la actualidad el sexo o el género, la religión, las opiniones o las lenguas, no se utilizan para buscar lo común, sino para separar creando una falsa superioridad moral de los que defienden determinados postulados sobre otros. En el fondo todo tiene un origen en la aspirada neutralidad liberal que lleva a un desarme en la defensa de valores y principios, así como a un ejercicio de tolerancia del adversario tan deseable como comprometida, todo lo cual constituye los más admirables rasgos del liberalismo; las ideologías liberales aceptan que las mismas podrían estar en el error y el adversario tener razón y por ello fomentan gobiernos que se enfrentan a la realidad social e histórica de manera flexible, sin creer que se puede encasillar a todas las sociedades en un solo esquema teórico. Esto conduce a que los maximalistas, los populistas y los extremistas se refuercen y asuman ese papel de fomento de valores como consecuencia de esa neutralidad liberal que hace que no se pueda afrontar temas como por ejemplo el aborto o la eutanasia más que para afirmar lo difícil de su naturaleza y lo abierto que se debe estar ante diferentes soluciones. El respeto al adversario y la tolerancia no pueden llevar a la abdicación de los principios y valores propios de un estado liberal y social de derecho, la aceptación del pluralismo político no puede exigir la rendición de tus armas ideológicas, y, todo lo contrario, nos debe llevar a su pública defensa con orgullo y determinación. La religión civil europea nos debe llevar a la afirmación de que nuestros orígenes están basados en la cultura grecolatina y en el judeo cristianismo, y ser tolerantes no nos puede apartar de este origen que ha dado como gran resultado que la persona, su dignidad y sus derechos se encuentren en el centro de una sociedad por encima de los colectivos y de las ideologías. Como decía Ortega, «el liberalismo es la suprema generosidad: Es el derecho que la mayoría otorga a la minoría, aunque ese enemigo sea débil.»