Tribuna
La tercera señal
Fue en aquel lance cuando el futuro padre fundador de los Estados Unidos se convenció de que tenía que haber algo divino tras tanta suerte
La primera señal llegó en el invierno de 1753. George Washington tenía solo 21 años y acababa de ser reclutado por el gobernador británico de Virginia. Fue una época tensa en las colonias. Los franceses estaban fortificándose a orillas del río Ohio y disputaban amplios territorios a los ingleses. El gobernador Dinwiddie, consternado ante sus avances, envió a Washington para que pusiera fin a todo aquello. Fue entonces cuando ocurrió. Al regreso de sus negociaciones con el delegado francés, en plena helada, un indio disparó a Washington a bocajarro en su propia balsa de troncos. Debió haberlo matado pero la bala le rozó la cabeza y el soldado aún tuvo tiempo de tirarse al río, salvándose de morir ahogado –o congelado– de puro milagro.
Dos años más tarde el drama se repitió. Fue la segunda señal. La situación en la frontera no había mejorado, así que Londres ordenó al general Edward Braddock que enviara a sus catorce mil hombres contra los franceses encastillados en Fort Duquesne. El «resucitado» se unió al ejército embarcándose en una campaña que se prolongaría hasta el verano de 1755 y que desembocaría en la peor tragedia militar sufrida por los británicos en América. Braddock cayó junto a dos tercios de sus oficiales, pero Washington, que estuvo buena parte del tiempo en primera línea de fuego, salió ileso. Las crónicas de la Batalla del Desierto –como los historiadores la bautizarían– cuentan que George Washington perdió dos caballos al tiempo que las balas enemigas le abrían cuatro agujeros en su casaca sin provocarle un rasguño.
Fue en aquel lance cuando el futuro padre fundador de los Estados Unidos se convenció de que tenía que haber algo divino tras tanta suerte. «Existo y aparezco en la tierra de los vivos por el milagroso cuidado de la Providencia que me ha protegido más allá de toda expectativa humana», escribió a su hermano John Augustine temblando aún de la impresión. Pero fue también entonces cuando nació su reputación de hombre enviado por Dios para guiar a las colonias hacia la libertad.
Casualmente, los cimientos de Fort Duquesne se levantan a apenas cincuenta kilómetros al sur de Butler, en Pensilvania, donde el pasado 14 de julio –casi en las mismas fechas, por cierto, de aquellos hechos– el ex presidente republicano Donald Trump se salvó por milímetros de ser abatido por la bala de otro tirador. Muchos ya han visto en esto una tercera señal. Y es que, casi doscientos setenta años después del desastre del Desierto, la reacción de Trump ha sido idéntica a la de su ilustre antecesor: enarbolar la fe en la Divina Providencia para justificar la inevitabilidad de su destino. «Solo Dios impidió que sucediera lo impensable», fue el primer mensaje de Trump en redes sociales tras su frustrado magnicidio. «No temeremos, sino que permaneceremos resilientes en nuestra fe y desafiantes ante la maldad».
La retórica mesiánica de esas palabras, sumada a los precedentes sembrados por Washington, auguran una campaña a la Casa Blanca llena de guiños a lo sobrenatural. No es para tomárselo a broma. En estos días, política y religión ya se han cruzado en varias ocasiones. Y lo han hecho a través del magnético concepto de la Divina Providencia. Anthea Butler, directora del departamento de Estudios Religiosos de la Universidad de Pensilvania y observadora de este fenómeno, lanzaba en USA Today un pronóstico para el futuro inmediato del país: «Espero oír pronto a gente decir que esto ha sido un aviso de cómo América necesita regresar a Dios, que el partido republicano es el correcto, y que el voto para ellos es el justo porque está claro que Dios está de su lado». Por supuesto, la alarma ha saltado también entre quienes ven en este giro de los acontecimientos la excusa para que los movimientos cristianos más extremistas se posicionen cerca del probable nuevo presidente de la nación. «Dios está conmigo, os lo dije», ratificó Trump, triunfal, la semana pasada en Milwaukee desde el escenario de la convención republicana. El campo ya está abonado. Para una nación donde lo simbólico tiene tanto peso –como lo demuestra, sin ir más lejos, la oportuna fotografía de Evan Vucci con el candidato levantando el brazo nada más ser tiroteado–, cada uno de estos elementos se convierte en una poderosa semilla política.
Puede que aquí, en nuestra Europa cada vez más laica, creamos que fe y política están muy lejos la una de la otra, pero nos equivocaríamos. Nuestros símbolos disfrazan también esa admiración por lo divino que ahora apreciamos en América. Como la bandera azul con la corona de doce estrellas, inspirada en un versículo del Apocalipsis de San Juan en el que se anuncia la llegada de la Virgen coronada de astros al final de los tiempos. Es la que nos representa. O la admiración europeísta por Robert Schuman, padre fundador del moderno concepto de Europa con la Declaración de 1950 que lleva su nombre, y que en estos momentos tiene abierto un proceso de beatificación en el Vaticano. También él, claro, se guiaba por la Divina Providencia.
La lección que oculta todo esto es importante: nada mueve tanto y con tanta determinación a las civilizaciones como sus creencias en lo sobrenatural. Avivarlas –como estamos viendo ahora en los Estados Unidos con la «tercera señal»– es pura cuestión de identidad… pero también de supervivencia colectiva. Bueno es recordarlo.
Javier Sierra es escritor y premio Planeta de novela.
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