M. Hernández Sánchez-Barba

Artur Mas, Cromwell y el Estado de Derecho

La Razón
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En la crisis generada por algunos grupos políticos en Cataluña, los segregacionistas han subrayado que el principio democrático pasa por encima del principio de legalidad, que la democracia es más fuerte que la Ley. Así justificaban la declaración del Parlament, votada por la mayoría de los diputados el pasado 9 de noviembre, según la cual se insta a las instituciones a «cumplir exclusivamente» las normas o mandatos del Parlament para «blindar los derechos fundamentales que puedan estar afectados por las decisiones de las instituciones del Estado». Es decir, la declaración niega que las instituciones del Estado, y en particular el Tribunal Constitucional, tengan competencia sobre la Comunidad Autónoma de Cataluña. El Parlament ha sentenciado que su mandato democrático se impone sobre cualquier otro, venga de donde venga.

Al margen del hecho fundamental de que las candidaturas independentistas no lograran superar la mitad de los votos emitidos en las pasadas elecciones autonómicas (27 de septiembre de 2015), lo que el Parlament está enunciando es la conculcación de varias disposiciones constitucionales. Así, desde la aprobación de esa declaración, esa cámara autonómica ignora la ley de leyes entrando en un magma de ilegalidad que es como manifestar que abandona el Estado de Derecho.

¿Es necesario recordar que la Ley y su proceso de aprobación son consecuencia de un proceso democrático, que la democracia es la base de las leyes en un Estado de Derecho? Todas nuestras leyes son producto de la democracia. Ley y democracia no son diferentes, sino parte del mismo concepto y quien conculca la Ley conculca la democracia que la produjo. Las constituciones de los Estados democráticos se fundan en el estado de Derecho, concepto según el cual la Ley está por encima de cualquier opinión, individual o colectiva, salvo que el órgano depositario de la soberanía popular decida modificarla. Sin leyes no hay democracia, sino tiranía y la voluntad del dictador se convierte en ley.

En nuestra democracia, los representantes de la voluntad popular aprueban las leyes por medio del proceso legislativo, empezando por la más importante de todas, la Constitución. De tal forma que la codificación del conjunto del aparato legal gobierna nuestra vida y es, al tiempo, la garantía de los ciudadanos frente a los abusos de quienes pretenden situarse por encima de la Ley como sucede en estos días con Artur Mas y una mayoría del Parlament de Cataluña. Al tomar el Parlament la decisión de ignorar la Constitución, ley que por cierto lo originó a través del Estatut, se ha transformado en autócrata, aunque sea colectivo y no individual, como los tantos que conocemos.

Se diría que Artur Mas se ha sentido investido del espíritu de Oliver Cromwell, el Lord Protector de la Inglaterra de mediados del XVII, que en realidad no fue más que un dictador regicida que acabó acumulando más poder que Carlos I, el monarca al que ejecutó. Cromwell fue al tiempo parlamento y ley y esto es a lo que de verdad aspiran Artur Mas, Junts pel Sí y la CUP: a dictar la Ley asumiendo un papel que la soberanía popular no les ha dado. Y tras los sucesivos fracasos que cosechará, Mas hará como Cromwell: disolverá todos los parlamentos que no le sirvan hasta que el último le consagre como Lord Protector con poderes de dictador y, por tanto, por encima de cualquier ley. Aunque es muy posible que, antes de que eso ocurra, la Divina Providencia, que es la legitimidad que Cromwell pretendía que le había elevado al poder, nos libre de Artur Mas, un personaje que se cree investido de un mandato divino pero a quien en realidad le mueve un infinito afán de poder, igual que le ocurrió a Lord Cromwell.

Tal como su contemporáneo John Spittlehouse pintó a Cromwell, Mas se cree un nuevo Moisés portador de la ley divina y, en consecuencia, investido del poder para determinar el orden del universo y conducir así al pueblo a la tierra segura de la Cataluña soberana, especie de Arcadia feliz donde no habrá pobreza, ni paro, ni déficit, ni deuda, ni siquiera españoles. No habrá ninguna de las lacras que asolan a nuestras modernas sociedades. Y si para ello hay que pisotear la Ley, cualquier ley, pues se hace porque para él el fin justifica los medios.

Artur Mas y la mayoría que ha creado en torno a su proyecto han ajusticiado (en este caso metafóricamente) al Rey, en tanto «símbolo de la unidad y permanencia del Estado» (artículo 56 de la Constitución), aduciendo que el Parlament es el que tiene todo el poder y saltándose así el Estado de Derecho establecido. Como Cromwell, está condenado al olvido (así le ocurrió a Ibarretxe) y a que el Estado de Derecho imponga el imperio de la Ley.