Luis Suárez

Cataluña es España

La Razón
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Los asturianos, mitad en serio y mitad en broma, solemos decir recordando a Covadonga, que Asturias es España y lo demás, tierra conquistada. Con mayor razón, si nos remontamos a aquellos lejanos tiempos, podría decirlo de sí misma Cataluña. Pues cuando, detenidos y rechazados los musulmanes, se afirmaron en el Pirineo focos de resistencia, tomaron para sí mismos el nombre de Marca Hispánica y es precisamente en aquellos profundos valles donde descubrimos por primera vez la versión de Espanya en lengua vulgar. Aunque los condes de Barcelona llegaran a ser también dueños de Provenza nunca la incorporaron a un contenido nacional. Cataluña era y sigue siendo España, aunque ahora, por intereses políticos, se pretenda decir lo contrario. Es una pena que Pujol o Mas, movidos por ambiciones políticas, defiendan una tesis en la que tampoco ellos creen. De cuando en cuando se les escapa el proyecto. Si Cataluña se convirtiera en un Estado independiente, buscaría de inmediato su ampliación incorporando tierras que también son España.

Voy a limitarme a un tiempo, aquél en que la España perdida pudo reconquistarse hasta construir la Monarquía hispánica que fue para Europa una especie de modelo. Conscientes de esa necesidad de ampliación, los condes de Barcelona no tardaron en descubrir que aquellos cuatro dominios feudales primitivos eran insuficientes y que Barcelona, llamada a ser uno de los principales núcleos mercantiles e industriales del Mediterráneo, necesitaba del respaldo de los otros reinos que la reconquista estaba consiguiendo construir. Pero ¿cómo? ¿Mediante la fuerza o la dominación? Desde luego que no. La ocasión llegó en 1137, cuando en la ciudad clave de Barbastro, Ramón Berenguer IV casó con Petronila, la hija de Ramiro II de Aragón que deseaba volver a la vida monástica que abandonara para lograr precisamente esa persistencia del linaje que ya se llamaba Casal d’Aragó. Ahora Cataluña y Aragón iban a unirse para siempre conservando, sin embargo, los usos y costumbres que una y otra habían venido construyendo a partir del derecho romano. Unidad en la diversidad.

Cuando en el siglo XIII la reconquista termina, Valencia y Baleares se incorporan al patrimonio. Las aspiraciones sobre Provenza se habían abandonado y aquel fuerte contorno social, que mantenía muy estrechas relaciones con los principados italianos, se erigía en verdadero dueño del Mediterráneo. No tardaría mucho en conseguir que Sicilia y Cerdeña se gobernasen desde la misma sangre y los grandes principios. Para marcar diferencias las condes de Barcelona nunca tomaron título de reyes. Probablemente veían en este título una amenaza de separación. La unidad era entonces el gran bien; sin ella, el prestigio y poder mercantil se vendrían abajo.

Fue precisamente entonces, a principios del siglo XIV, cuando Ramón Lull puso en marcha el humanismo, reconocimiento y defensa de la dignidad de la persona humana.

Pero había una cuestión pendiente: fijar los límites entre igualdad y pluralidad sin consentir que ninguna de las dos se impusiera de ese modo absoluto como ahora pretenden algunos políticos catalanes. Y en 1344 Pedro IV el Ceremonioso dio el primer paso decisivo, estableciendo mediante el Ordenamiento de Casa y Corte que podemos considerar la primera Constitución. Es curioso detectar una especie de coincidencia básica entre los principios allí explicados y los que se recogen en las constituciones de 1812 y de 1978. En todas aparece una definición que valorando los diversos factores regionales afirma también la suprema importancia de la unidad como pretendía Cataluña. Pedro IV, que al dictar su crónica introdujo la definitiva frase de que «Cataluña es la mejor tierra de España», hacía una distinción entre las dos dimensiones que reviste el poder político. En su nivel más alto, es «soberanía» que corresponde al Estado (entonces Corona) y que es indivisible, ya que de ella depende el ejercicio de la libertad dentro del orden moral. Por debajo, se hallaba la administración que cada uno de los reinos debía ejercer de acuerdo con sus leyes. Un modelo que pareció entonces tan perfecto que el monarca castellano tomó una copia para aplicarla también en sus reinos. Hubo un momento difícil, cuando a la muerte de Martin el Humano se produjo un vacío en la descendencia. Los representantes de los reinos se reunieron en Caspe para decidir a quién correspondía la herencia. Y fue la Generalitat la que dio aquel mensaje que muchas veces he recordado: «Lo que importa es mantener la unidad por encima de las preferencias personales».

Cataluña, pues, ha creado España. No es casual que el matrimonio de Fernando e Isabel se concertara en tierras catalanas, pues lo que ellos iban a llamar Unión de Reinos o Monarquía católica se acomodaba a aquel modelo constitucional de 1344. Convendría no olvidarlo, pues muchas cosas dependen para España y Europa del mantenimiento de esta doctrina que Felipe VI ha recordado también en esta hora difícil. Por encima de los afanes de los políticos debe situarse el interés y la libertad de los ciudadanos. Y en ambos valores entra esencialmente el amor recíproco, algo que en nuestros días los políticos parecen empeñados en destruir. En el ocaso de mi existencia pido únicamente a todos ellos un favor: que me dejen querer a Cataluña y a España –y también a Europa–tanto como siempre las he querido. Barcelona, París y Roma son valores esenciales para mi persona.