Luis Suárez

Confesionalidad del Estado

La Razón
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El Papa Francisco, recogiendo y ampliando la doctrina del Concilio Vaticano II, ha llamado la atención sobre un hecho que los historiadores conocemos bien: la confesionalidad de un Estado acaba provocando un desgaste que al final conduce a su ruina. Debemos poner atención sobre dos aspectos: la confesionalidad viene a significar en la práctica que el Estado toma en sus manos la fe que profesan o deben profesar sus súbditos; y esto se repite en los casos en que el Estado se confiesa laicista y establece normas morales que son reflejo de una voluntad política. Las ideologías del siglo XIX que aún perduran con gran fuerza entre nosotros asumieron una nueva forma de confesionalidad que se instala dentro del materialismo en una fórmula radical. El axioma fundamental introducido en las enseñanzas de la URSS era éste: «Es científicamente demostrable que Dios no existe». Esto es lo que en laicismo radical justifica una nueva forma de persecución que se apoya en la idea de que la fe es un mal. Y como todos los males debe ser eludido y preferentemente suprimido.

Lo que la Iglesia desde 1963 se está esforzando en enseñar con la no confesionalidad es precisamente lo contrario. Desde el gran salto cultural que significó el helenismo cuando descubrió que científicamente resulta indispensable la existencia de un SER trascendente y creador al que por lo menos debemos llamar Causa, Motor o Arquitecto, pues sólo de este modo es posible comprender que el Universo Mundo está ordenado dentro de una lógica inexcusable que el ser humano tiene que respetar, analizar y cumplir. Uno de los errores actualmente más compartidos consiste en creer que las normas por las que debe regirse la sociedad son un mero producto, eventual, de la propia voluntad humana. Y de este modo, hacemos saltar por los aires la propia naturaleza: aborto, eutanasia, homosexualidad y manipulación climática bastan para demostrarnos hasta dónde pueden llegar las cosas en esa ruptura del orden natural y probablemente cosas peores faltan por venir.

En el siglo XIV, cuando se estaba iniciando en el pensamiento esa especie de ruptura que significó el nominalismo al reducir al ser humano a simple individuo de una especie, el Papa Clemente VI que no era un ejemplo de conducta, descubrió cómo tras esa división asomaba el peligro de la confesionalidad: los reyes invocaban la unidad religiosa como una vía para el sometimiento de la religión al Estado. Era también el tiempo en que se descubría la existencia de moradores de la tierra que estaban fuera de los modelos de las tres confesiones monoteístas. Y con gran claridad explicó que, así como existen leyes físicas que gobiernan la naturaleza, la conducta del hombre está sujeta a leyes que también debemos llamar derechos naturales. Y comenzaba refiriéndose a tres: vida, libertad (que no debe confundirse con independencia) y propiedad referida a los medios que permiten ganar la existencia. Pues bien, esos tres son precisamente los que ahora se hallan amenazados. Los niños pueden convertirse en simples instrumentos, la libertad se encuentra reducida a un voto entre las listas que la nueva aristocracia y la pobreza y el desempleo han pasado a ser elementos dominantes.

La confesionalidad de los estados como norma política indispensable se estableció a partir del siglo XIV con el Cisma de Occidente, que permitió incluso a las naciones tomar protagonismo en los concilios y se consolidó en el XVI cuando las monarquías llegaron a calificarse oficialmente de religiosas. El rey de Inglaterra sustituyó al Papa como cabeza de la Iglesia y lo mismo hicieron, aunque con forma distinta, los católicos. Bossuet fue, en este campo, el gran definidor; redactó incluso una especie de catecismo como más tarde haría Bonaparte. De modo que cuando la Revolución liquidó el Antiguo Régimen tomó para sí el principio de la confesionalidad aunque sin identificarla con la religión. La gran ceremonia del jacobinismo vino ahí. A todas estas modalidades se estaba refiriendo el Concilio Vaticano II que pretendía hacer que la Iglesia retornase a sus valiosos principios de respeto a la persona humana sin distinciones aparentes y ahora con más precisión nos lo recuerda Francisco I. Conviene poner buen cuidado en no equivocarnos. La confesionalidad del Estado no es una desviación católica –aunque hay que reconocer que este error se cometió– sino prácticamente un engrandecimiento descomunal del Estado. Y ahora, con el populismo, los males pueden agravarse.

El Estado necesita apoyarse en ese orden moral que constituyen los derechos naturales humanos por delante de los cuales se sitúan, como explicó el sabio judío ante la pregunta que Jesús de Nazaret le formuló: amar a Dios, causa original y trascendente, por encima de todas las cosas; y luego, amar al prójimo no más ni menos que a uno mismo. El siglo XXI debe trabajar poderosamente en esta línea; construir un nuevo Humanismo aprovechando las experiencias que de los anteriores se recogieron. Esto fue precisamente lo que Raimundo Lulio, cuya posible muerte conmemoramos ahora (desaparece en 1416), trató de enseñar. Sobre él se construyeron las fundamentos de una cultura hispano cristiana que ha hecho posible que todo un continente se encuentre preparado para el futuro. No hay que confiar demasiado, sino tomar precauciones: la esclavitud rigurosamente prohibida por las leyes españolas retornó luego a aquel continente. Y a nosotros puede pasarnos lo mismo: estuvimos convencidos de que el totalitarismo había desaparecido. Y no es así. Aparece alzando la cabeza en ciertos países y asoma sus peligrosas plumas por encima de las masas de ciertas políticas. Tenemos que devolver a la persona humana su dignidad, hacer efectivos los derechos naturales y retomar el amor a esos millones de prójimos que hoy padecen necesidad y se sienten abandonados.