José Jiménez Lozano

Corrupción y otras moralidades

La Razón
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Cuando no hay una moral asumida por una sociedad, ésta está llena de Savonarolas y Casandras, los primeros predicando purezas con balanzas de escrúpulos pero en las que pesan a ojo de buen cubero la vida de los demás, la de la sociedad entera y la de los representantes políticos especialmente, para condenarlos como el mal, mientras las Casandras profetizan desastres. Pero el historiador romano Tácito no era Savoranola ni Casandra y, cumpliendo con su oficio, escribe ante la corrupción, y desechando toda hipocresía: «A corromper y ser corrompido se llama mundo»; esto es, que hay que enfrentarse siempre con este asunto, llamando las cosas por su nombre.

La ley se asienta sobre el sentir común de una sociedad moral, que se supone que busca la justicia y el bien común; y ésta es inacabable tarea. Sólo los dos grandes sistemas totalitarios del siglo XX eran, por sí mismos, la virtud y la incorruptibilidad mismas, y hacían virtuosos e incorruptibles a sus gobernados que, además, debían tener su tejado de cristal. Todo tenía que ser transparente para los ojos del Estado, y ni un pensamiento o sentimiento se le debía esconder, ni palabra sin su sello.

En los Estados no totalitarios, que aceptan que hay, y debe respetarse, una moral personal y social, la corrupción se castiga, y se debe hacerlo, aunque se tenga la experiencia, de que, por ejemplo, a los funcionarios corruptos del antiguo Egipto, castigados con el corte de la punta de su nariz, hasta esta bárbara mutilación no debió de parecerles disuasión suficiente, porque llegaron a ser un buen número y, para evitar la vergüenza pública, decidieron irse o fueron llevados a un territorio que se llamaba, por eso mismo en la Biblia griega, «Rinocolura» o «gente con la nariz cortada».

Para los Estados modernos, en cuyas sociedades no quedan, de momento, demasiados valores morales, está claro que, en vez de un palabreo moralizador, hay que prevenir y castigar con la mayor eficacia la apropiación o utilización de dineros públicos para provecho privado, según el sencillo principio de que los dineros públicos, administrados por unos pocos, con control y actas de fe públicos, y no deben pasar por mano de nadie más, ni siquiera como dineros de cuenta, ni nadie sin fiscalización debe poder decidir sobre ellos. Y se supone que tampoco ideología o política.

En estos Estados, por otra parte, –aunque no sé por qué no en España– los partidos políticos viven de los dineros de sus afiliados, y sus amigos, y declaran públicamente sus donaciones para que todo el mundo sepa que con ellas no se compra aceite para «hacer resbalar», como decían los griegos, a los hombres del poder. Y parece que todo esto torna ridícula e inútil la hosca presencia de puritanos profesionales, siempre clamando limpieza y regeneración, y cambios interminables, que son muletillas bastante risibles, pero que tienen cierta audiencia, porque suenan bien y se venden como virtud y pureza de Catón, con gritería sobre enésimas renovaciones del mundo siempre por deshacer y hacer de nuevo, según recetas ideológicas. Aunque lo que en realidad producen es una casta de milenaristas y pequeños y aviesos savonarolas que, como las arpías que iban a ver cortar cabezas por la guillotina, desprecian las leyes y sus garantías, y exigen constantemente el espectáculo del arrastre del carro público de la basura para que todo hieda.

Así que la misma santidad o entidad moral de la ley, de la que hablaban los romanos y ahora, desgraciadamente, hace reír hasta a las ovejas, queda diluida en un lenguaje político meramente acusatorio, que es un simple apéndice de la vieja verborrea y «lenguaje de madera», propia de las formulaciones totalitarias, o del pensamiento débil y buenista, que no permite hacer afirmación autoritaria o rotunda de virtud o de ley, pero luego enuncia tranquilamente que veintisiete pueden ser más que veintiocho si esto interesa, o pregunta para qué se quiere la libertad, como decía el señor Lenin. Purezas asombrosas, pero también mortales necesariamente.