José Antonio Álvarez Gundín
El poder y la misericordia
El Papa Francisco habla un lenguaje que no conociamos en boca de un Pontífice. Estábamos habituados a los impecables discursos teológicos, a las ortodoxas exhortaciones morales, a las grandes palabras y a los conceptos graníticos como columnas. Eran reflexiones profundas y sabias, pero dirigidas antes al cerebro que al corazón, destinadas a formar el espíritu antes que a conmover. Sólidas, sin duda, aunque tal vez algo distantes. Francisco es distinto. De sus labios van cayendo con acento porteño pequeñas joyas que nos deslumbran por su simplicidad: ternura, bondad, mansedumbre, humildad, paciencia... Y misericordia. Del diccionario de la crisis habíamos tachado la palabra misericordia porque nos parecía menos redentora que justicia o reivindicación; no tenía el empaque legal suficiente para enarbolarla como pancarta o para arrojarla como un dardo a la cara de los políticos. La misericordia es sólo eso, simple compasión hacia los errores y sufrimientos ajenos, una brizna del espíritu que no cotiza en el mercado de los poderosos. Pero Francisco la ha rescatado del exilio y la ha colocado como divisa en su escudo papal. Un poco de misericordia, ha dicho, hace que el mundo sea menos frío y más justo. No sé si el Papa hispano redactará encíclicas oceánicas o si sus cartas pastorales sacarán brillo al bronce teológico, pero ya ha removido los fundamentos de un lenguaje a menudo cincelado en mármol y que ahora cabrillea como una lumbre en medio de las almas ateridas: dulzura, transigencia, modestia, benevolencia... ¿Cuánto tiempo hacía que no pronunciabamos la palabra misericordia? ¿Y cuántas repetimos la palabra poder al cabo del día? Así nos va.
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