José Jiménez Lozano

La nueva Fontana de Oro

Estas nuevas generaciones que, en general, se han criado muy desahogadamente, sin tener que ocuparse de otra cosa que de sentarse a mesa puesta, se han comenzado dedicar a la charlatanería callejera y a ensayar todas las recetas de utopías y crecepelos

Hay una corrupción de la democracia que no es de orden moral, sino entitativo y supone que debe de llevar un color o denominación, o un adjetivo; y, en nuestra España quizás sea ésta la razón de que siempre haya sido la democracia una realidad tan débil y ambigua

Desde muy jóvenes está en nuestra retina, tras la lectura de «La Fontana de Oro» de don Benito Pérez Galdós, la imagen del jovencito con una escarapela verde a la cabeza que, subido a una de la mesas del café de aquel nombre, gritaba como un descosido: «Libertad o muerte». Y no necesitábamos ciencia de ninguna clase para sospechar que aquello no era trigo limpio y teníamos que preguntarnos para quién era la libertad y para quien la muerte, y qué era lo que pintaba una palabra tan llena de vida como «libertad» junto a la palabra «muerte». El comentario que se nos hizo nos subrayó enfáticamente que este jovencito, muy ignorante respecto al significado de lo que decía, representaría reiteradamente a España en su propia inconsciencia, porque el asunto de la libertad no era verbal e invocatorio, pero en esto se convertiría.

En principio, no podía dejarse de ver, desde luego, a los ciudadanos contrarios a la Constitución y frente a los cuales se había hecho ésta, pero enseguida muchos vieron cómo podían fabricarse constitucionalistas, como si fueran magdalenas, y el descubrimiento prevaleció. Se hacían Constituciones, se señalaba y definía quienes entraban en cuenta y eran demócratas, y es cosa muy notable y digna de advertirse que hasta la Constitución de 1978 no se logró hacer un texto que no fuera contra nadie, lo que, curiosamente ha sentado muy mal a las nuevas generaciones que no parece sino que les importen los esfuerzos de sus mayores por servirles una España que por primera vez desde los tiempos de nuestra soberanía en el mundo no contaba en él para nada.

Estas nuevas generaciones que, en general, se han criado muy desahogadamente, sin tener que ocuparse de otra cosa que de sentarse a mesa puesta, se han comenzado dedicar a la charlatanería callejera y a ensayar todas las recetas de utopías y crecepelos, o hasta divertimentos políticos desde hace doscientos años para acá, incluidos desgraciadamente los que han llenado de sangre al mundo el último siglo y medio. Y el país, que era un país de toros bravos, parecía irse convirtiendo en el país de unos pocos cabestros pensantes y muchos toros con la mente captada o «mente capti».

Y todo comenzó, ciertamente, por un desplome del saber popular mismo que al menos manejaba muy bien el principio de contradicción aristotélico y tenía su base de escepticismo, que eran el «quid» de su crítica y autocrítica, pero, de repente, se nos dijo que, muerto el dictador, ya no regía no solo el famoso nacionalcatolicismo, sino tampoco la nacionalgeografía ni la lengua que se llamaba española. Y precisamente porque todos los niños en Francia sabían hablar francés, a los niños españoles ya no les ocurriría lo mismo con el español y, desde luego, antes que el español tendrían que hablar niños y grandes el murciano en Murcia y el palentino en Palencia, y no habría ya por qué saber que el Danubio era un riachuelo europeo, sino aprender, al menos en los estudios superiores, que el Zapardiel es un fluyente tan oceánico que Juan de la Cruz, que por cierto iba a Salamanca, en cuya universidad más tarde, iba a hacer un «Master en Artes», vio salir de aquel río una ballena.

Pero seguramente aun guardamos los posos de aquella vieja cultura que en estos mismos días recordábamos que España enunció y cumplió en el nuevo mundo que había descubierto, y afirmaba que todo hombre es hombre e igual a otro hombre y que sin libertad no hay hombre. Muchos indios americanos, descendientes de aquellos que lo oyeron, todavía lo recuerdan en un castellano como el de Cervantes, los dos Luises o el Inca Garcilaso.