Violencia racista
La subasta del asco
«Ofrecen 65 millones de dólares por la pistola que mató a un joven negro» (La Razón, 14 de mayo 2016)
No sé si el lector se detuvo ante esta noticia. Como tampoco puedo intuir su reacción si lo hizo. Reconozco que en mí produjo un efecto demoledor sin saber aún el resultado de una anunciada subasta. Se trata de una pistola más que conocida en Estados Unidos –la Kel-TecPF, de 9 milímetros– devuelta recientemente por la Justicia americana a un vigilante que la considera un icono porque «fue utilizada por defender mi vida y terminar con el brutal ataque de Trayvon Martin el 26 de febrero de 2012». Trayvon era un joven afroamericano de 17 años, iba desarmado cuando viajó a Sanford (Florida) con su padre para ver a su prometida. Acababa de comprar unos caramelos y un refresco en un centro comercial en el que el autor del disparo –George Zimmerman– era vigilante. Éste interpretó la presencia del joven como sospechosa y, mientras llamaba a la Policía, se produjo un altercado entre ambos que acabó con la vida del joven por un disparo en el pecho. Zimmerman en un primer momento no fue arrestado amparado por la ley de Florida que autoriza a las personas a protegerse cuando temen por su vida. Ante la presión social y de los medios, más tarde fue detenido y acusado de asesinato en segundo grado y homicidio. Pero un tribunal lo declaró no culpable en julio de 2013. La historia podría entrar en el capítulo de la triste controversia que vive el país por la violencia policial contra los afroamericanos o por el abusivo uso y descontrol de las armas de fuego por parte de su sociedad. Lo que me alarma es que este turbio personaje alardee en las redes sociales sobre el valor añadido de su arma y –peor aún– que encuentre eco en su sociedad.
Es decir, en este triste tema confluyen el desmesurado afán coleccionista de una sociedad rica, el morbo enfermizo que se añade por las circunstancias que envuelven el objeto de la subasta y una influencia desbordada de las redes sociales, en las que todo vale. No me atrevo a juzgar lo que subyace en el fondo del problema, porque siento asco y me faltaría objetividad.
Admiro a los Estados Unidos en muchísimos aspectos. Su movilidad social es envidiable cuando permite que una emigrante nacida en Praga llegue a Secretaria de Estado –Madeleine Albraight– que otro afroamericano oriundo de Kenia –Obama– ostente la presidencia del país o que un cubano de segunda generación pueda ser candidato a la misma responsabilidad. Me da envidia el patriotismo de sus gentes, el respeto a su bandera, a su himno, a sus tradiciones, a los hombres que la forjaron. Me descubro ante la capacidad de sacrificio de sus jóvenes soldados que, herederos del sacrificio de las generaciones que se inmolaron en los campos de Europa o en los mares del Pacífico en dos guerras mundiales, asumen hoy los compromisos de su nación sin preguntar el porqué, cumpliendo simplemente con su deber en defensa de unos valores que ellos consideran sagrados. Y me detengo en su modelo de enseñanza universitaria que estimula, investiga y forma a las generaciones futuras en constante competencia. No hay Premio Nobel hoy que no lleve alguna impronta de universidad norteamericana. Por todo esto es por lo que me extrañan y duelen estos contrastes. Me cuesta comprender cómo pueden convivir un Zimmerman que intenta hacer de su arma un «icono» como reiteradamente repite, con tantos buenos profesores universitarios, con una sociedad viva, libre y emprendedora que ha integrado razas, religiones y costumbres con la única condición de respetar las normas básicas que constituyen la esencia de la nación; con tantos disciplinados soldados que hemos conocido en Bosnia, en Kosovo en Irak o en Afganistán, sujetos a estrictas normas de comportamiento y responsabilidad ante sus errores, que –por supuesto– pueden producirse. Pero no alardean después de estos errores ni se subastan pertenencias o armas, como tampoco lo hacen los verdugos con las sogas de los ahorcados o con los cables de una silla eléctrica.
Mientras escribo, pienso que el problema no afecta solamente a mis admirados Estados Unidos. Las redes sociales han extendido estos fenómenos por todo el orbe. Basta leer una de nuestras revistas del corazón o detenernos en ciertos programas televisivos para verificar cómo también se subastan vidas privadas y otros «iconos» de la vida social o política. Cómo personas con la mente o las manos manchadas de sangre, que nos dejaron un rastro de muerte y odio, pueden intentar darnos hoy lecciones de democracia. Lo malo no está sólo en ellos, como el caso de Zimmerman. Lo malo está en los que, en las subastas políticas, les aplauden.
No son privativas de los EE UU las subastas del asco.
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