José Jiménez Lozano

Mejor ser realistas

La Razón
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En el Reino Unido, un tribunal ordenó hace unos años que se dejase morir a un niño contra la voluntad de sus padres, y recientemente en Bélgica se ha decidido la eutanasia –no se sabe si también contra la voluntad de sus padres– de niños que padezcan ciertas enfermedades, y, naturalmente, en nombre del humanitarismo.

¡Lo que diríamos en este nuestro Occidente progresado, si ese horror hubiese ocurrido por decisión de un chamán africano! Y, desde luego, habría habido que preguntar a los padres que debieron estar enloquecidos de dolor lo que pensaban acerca de lo que se había decidido en nombre de abstractos políticos y filosófico-científicos. Y no se encuentra fácilmente el nombre apropiado para calificar buena parte de nuestro sistema de pensamiento, ya al parecer irremediablemente contagiado de Auschwitz y Kolymá. Y se debiera recordar simplemente que hechos sustancialmente similares a los arriba mentados se castigaron en Nüremberg.

Pero, como en el caso en que unos padres matan a su hija o una niña golpea brutalmente a otra y unas terceras lo graban en sus telefonillos, los explicativos comentarios de gentes, a quienes parece que atraen esta clase de sucesos, se extienden por todas partes o en los «media», dan lugar a un discurso, morboso e inconscientemente exculpatorio de nuestras eventuales responsabilidades, mediante sociologías y psicologías, abstracciones, e invocaciones. Por ejemplo, incluso apelando a una historia española famosamente cerrada, oscura y patriarcal, que nos habría marcado irremediablemente. Aunque, a seguido, se tiene que reconocer que nuestras propias responsabilidades no se tapan con la historia real o ennegrecida, y que países mucho más progresados que nosotros nos adelantan en esta barbarie denominada tan banalmente «violencia de género», casi como, si en vez de un odioso asesinato, se tratase de un accidente gramatical. Y es obvio que lo que no queremos admitir es que el mal existe y está entre nosotros y en nosotros, y que sólo cabe hacer lo posible y lo imposible, no para echar mano de denominaciones y explicaciones tranquilizadoras, sino de unos instrumentos educativos y jurídicos verdaderamente eficaces.

Porque, si es cierto que la realidad no se cambia por nombrarla de otra manera, no resulta menos cierto que se nos puede lavar el cerebro con bastante facilidad, para que pensemos y actuemos como si la realidad hubiera cambiado. Esto es, seguimos haciendo que las aldeas de cartón que Potemkin, favorito de Catalina II, levantó sobre los escombros de su brutalidad, sigan siendo vistas y nombradas como preciosas aldeas verdaderas. Y esto quiere decir que, se nos puede hacer admirar una barbarie y rechazar una justicia, y hasta falsear la realidad entera, endulzándola o dramatizándola, sin que salte al menos una ironía crítica como en el caso de aquel encarcelado tras la Guerra Civil española que, preguntado desde cuándo estaba recluido en prisión, respondió: «Desde que nos liberaron».

Pero los soviéticos creían sinceramente que el rublo de su país valía igual que un dólar de USA, exactamente como nosotros creemos que la verdad es lo que piensan o dicen cincuenta más uno, y que es español la pedante y oscura jerigonza que están fabricando la comercialidad y la política. Realmente necesitamos unas fuertes dosis de realismo para mirar las cosas por nuestra cuenta, y desde luego no con los arrastres de la publicidad o del «agit-prop».

Lo absolutamente necesario es que nuestros juicios sean nuestros, aunque estén equivocados, porque nada cuesta salir del error cuando éste es propio y no prejuicio o estereotipo aprendido y compartido; y no deberíamos hablar sino con las palabras que son nuestras.

Lo deseable es que no deje de ocurrirnos lo que sentía el señor conde, José de Maistre, cuando decía que él no sabía cómo era la conciencia de un criminal, pero sabía cómo era la de un hombre honrado, que era la suya, y le causaba horror. Y siempre es mejor ser nosotros mismos, y «no ir, como Vicente, donde va la gente», aunque esto, en medio de tanta máquina parlante, resulte casi heroico.