Alfredo Semprún
No han dicho «adiós», sino «hasta luego»
Una década de combates y 3.260 soldados occidentales muertos no han sido suficientes para que una joven afgana de 17 años, Latifa Azizi, pueda participar en el «Operación Triunfo» local. Tocada con velo, pero con el rostro al descubierto y ligeramente maquillada, la concursante y su familia han tenido que abandonar su domicilio en Mazar e Sharif y refugiarse en Kabul. Cuenta su padre, resignado, que cantar es el sueño de su hija y que la apoyan. Cuenta la hija que al volver al colegio, sus compañeros la insultaron y la arrastraron de los pelos. Que los profesores no intervinieron y que, luego, hombres barbudos se acercaban hasta su casa para amenazarla de muerte. Tampoco en Kabul andan las cosas mejor. Si la reconocen por la calle, le llueven las injurias.
Y el caso es que el asunto afgano comenzó maravillosamente. En semanas, los talibanes habían desaparecido, con el mulá Omar a la cabeza, y los pocos que se refugiaron en las montañas de Tora Bora fueron eliminados por las bombas de aire combustible. Era el año 2001 y la ocupación del país sólo costó 12 bajas estadounidenses. Pero pronto, comenzó el goteo: 70 muertos en 2002, 131 en 2005; 232 en 2007; 521 en 2009; 711 en 2010, por no contar el número de heridos y mutilados, y las bajas del nuevo Ejército afgano. Hoy, cuando se ventean los aires de la retirada occidental, los talibanes recuperan sus tradicionales feudos y la población rural vuelve sin demasiada resistencia a lo malo conocido. Les recuerdo estas cosas al hilo de las declaraciones entusiastas del presidente francés, François Hollande, recibido ayer en Mali en loor de multitud. Hollande ha dicho, en un alarde de optimismo, que la misión todavía no ha terminado y que se alargará «unas semanas más». Le convendría leer la crónica del enviado especial de «Le Monde», Jean Philippe Rémy, sobre la retirada de los islamistas de su bastión de Gao. Cuenta el periodista que la evacuación de la ciudad se produjo con calma y en etapas. Que, primero, se evacuó a los milicianos heridos en vehículos ambulancia. Que se requisaron las medicinas del hospital, las vendas y el material quirúrgico y se cargaron provisiones. Luego, se licenció a los reclutas más jóvenes e inexpertos y que, por fin, salieron repartidos en varias columnas motorizadas el grueso de la tropa integrista. Con ellos, y esto no lo cuenta Rémy, se fueron los comerciantes árabes y muchos tuaregs, escarmentados de antiguo con los usos y costumbres de los soldados sureños. Si le preguntas a un tuareg por la ciudad de Lére, te contará, como si fuera ayer mismo, la matanza del 20 de mayo de 1991, cuando un joven oficial maliano reunió en el centro del pueblo a medio centenar de comerciantes y a sus hijos varones y los ejecutó, acusados de robar ganado.
De los milicianos fugitivos poco se sabe. Una de las columnas fue alcanzada por los helicópteros franceses y completamente aniquilada. El resto se ha perdido en las arenas del Sáhara y entre las grietas de las montañas. Pero no hay que descartar que hayan cruzado a Libia. Ahora sabemos que el comando que atacó la planta de gas argelina había cruzado la frontera con vehículos y documentación oficial libia. A imagen de lo que fueron las zonas tribales de Pakistán para los talibanes, en el sur de Libia los islamistas cuentan con refugios seguros y apoyo logístico.
Hay, pues, que ponerse en lo peor. Si el Ejército de Mali, fracturado internamente, se comporta en el norte como suele hacerlo habitualmente, es decir, como una fuerza de ocupación sin escrúpulos, los islamistas contarán pronto con el respaldo de un sector de la población. En combate abierto, los islamistas se saben inferiores a las tropas francesas, con su apoyo aéreo y sus medios electrónicos. Pero no le temen en absoluto a los ejércitos africanos de la zona, salvo al argelino. No parece que vaya a ser cuestión de «unas semanas más» como ha dicho Hollande. Pese el entusiasmo de las poblaciones «liberadas», el presidente francés debería recordar que son los mismos ciudadanos que fueron incapaces de oponer la más mínima resistencia al enemigo brutal.
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