Historia

Joaquín Marco

Presos políticos y franquismo I

La Razón
La RazónLa Razón

En estos días convulsos se han venido barajando diversos términos: presos políticos, políticos presos, presos de conciencia (Amnistía) y exilios voluntarios, forzosos y hasta dorados. Algunos iban acompañados de calificativos como franquista y hasta fascista. La mala información –bien dirigida– acaba calando entre quienes descubrieron tales conceptos como referencia lejana y abstracta. Todo ello se debe en parte a que no disponemos de un fiable «relato», como ahora se define, del franquismo en sus varias etapas y víctimas. La memoria histórica mal concebida nunca logró explicar a los españoles lo que algunos habían vivido y la generosidad de las víctimas, que deseaban el punto final y una nueva esperanza, y que optaron por el silencio, la reconciliación. Pero ahora estamos, después de años, observando las consecuencias de la desinformación, manipulación y hasta el engaño colectivo. En esta página prestada quisiera desvelar también mi testimonio personal por si puede ayudar a aclarar, en una mínima parte, la confusión que se ha propagado y no sólo en Cataluña. Observo con tristeza parecido olvido en otros países europeos, cuyos ciudadanos pretenden retornar a ciertas formas de totalitarismo, a la confusión entre adversarios y enemigos, a la pérdida de valores como la solidaridad o la fraternidad, que conllevan el abandono de los sentimientos que han de unir y salvaguardar diferencias que siempre enriquecen. La sorda y hasta sucia política lo embarra todo y deviene en tensiones inaceptables. Nadie merece estar en la cárcel por desear otra forma de vida en común, pero tampoco hacer de la diferencia –y hasta del odio– una ideología. Las grandes manifestaciones barcelonesas que merecen el orgullo de tantos, con su imaginería estética (los móviles encendidos en la tarde-noche) no deben confundirnos. Los países no se construyen con emociones y lágrimas, ni con matrimonios reales o con reglas y compás. La realidad es implacable: fuerzas económicas forjaron la UE, la costosa demolición del comunismo, nuevas tecnologías que informan, confunden e inventan la posverdad (dígase por su nombre, mentira), la complejidad de un mundo casi incomprensible para tantos.

Un mediodía de febrero del ya lejano 1960, tras pasar aquella mañana en la Universidad (era entonces profesor ayudante sin remuneración de José Manuel Blecua), llegué a mi casa donde se encontraban, junto a mis padres más serenos de lo que habría podido suponer, dos policías de la Brigada Político Social. Registraron mi cuarto con mucha eficacia, se llevaron los libros que se les antojó y me condujeron hasta las dependencias de la Jefatura Superior de Policía «para unas preguntas». Según ley que nunca se observaba, podía permanecer hasta setenta y dos horas. Estuve una semana en los calabozos y despachos, sujeto a constantes interrogatorios que dirigieron personalmente los hermanos Vicente y Antonio Creix, de infausto recuerdo. Nunca fui objeto de malos tratos físicos, al contrario de algunos compañeros. Me saludó el entonces Ministro de Gobernación Blas Pérez González, de visita, confundiéndome con un policía, y me preguntó si recibía buen trato. Fui amenazado, pasé horas en minúsculos cuartos de interrogatorio. Oía gemir y gritar en la sala contigua. Evito detalles que podrían enriquecer el relato, pero siete días más tarde vino un barbero para afeitarme y me comunicó que iba de viaje. Fui conducido en un departamento del entonces nocturno tren «rápido» a Madrid, junto a tres compañeros que ya conocía, y un par de policías de paisano. Paramos un momento en la estación de Mora de Ebro para tomar café y, por deferencia, dejé pasar al policía que me acompañaba. «No, no, después de usted» me indicó, porque se temió la fuga. Una vez en Madrid, por fortuna, la furgoneta en lugar de trasladarnos a la Dirección General de Seguridad nos condujo ya a la cárcel de Carabanchel. Tras pasar tres o cuatro días en una celda de condenados a muerte (celdas bajas, las llamaban), donde la humedad se transformaba en el agua que discurría por la pared del fondo donde podía leerse: «Aquí estubo (sic) El Jarabo», fui trasladado a una celda individual con baño independiente donde permanecí, sin recibir visitas ni noticias, durante cerca de treinta días hasta que llegó un comandante, el juez militar que instruía el caso, para preguntarme por qué me encontraba allí. «Me trajeron», le respondí.

Fue amable y, entonces, supe el motivo de mi detención: haber tomado en la terraza del café Zurich, en la plaza de Cataluña, una cerveza con los tres compañeros que volví a ver, una vez ya fichado por un grupo que hablaba inglés, probablemente del FBI. Fui trasladado poco después a una nave donde se encontraban los presos políticos junto a otros encarcelados. Allí descubrí sin sorpresa que quienes procedían de Valencia habían sido torturados con dispositivos eléctricos, a un abogado madrileño, que llegó con las costillas rotas, y estaba también, como ya había podido escuchar durante el recuento en celdas bajas, mi amigo Luis Goytisolo, junto a socialistas como Antonio Amat (¡qué gran persona!), Luis Solana Madariaga y tantos, cuyos nombres se han ido desvaneciendo. En Carabanchel, prisión, no penal y en teoría preventiva convivíamos comunistas, miembros del Frente de Liberación Nacional –católicos del grupo de Julio Cerón–, quien la había abandonado hacía poco y hasta un miembro de ETA, que por aquel entonces era una organización casi desconocida: un joven católico –vestido con un abrigo a cuadros, que identificaba el valle de donde procedía–. Pasaba la mayor parte de su tiempo aprendiendo euskera. Un incidente con un preso, parte de un grupo de aquellos niños que habían sido conducidos a la URSS y regresaron ingenieros, acusados de reorganizar el Socorro Rojo, que fue golpeado por un funcionario de prisiones, nos llevó a declarar una huelga de hambre (al tercer día cortaron también el agua). Y como en aquellas novelas por entregas de mi infancia, que sobrevivieron debo decir: Continuará.