Historia

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¿Quién lloró en Granada?

La Razón
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Por influencias políticas España ha dejado de conmemorar aquella noche del 2 de enero de 1492 en que caballeros de Santiago mandados por Cárdenas, su Maestre, llegaron silenciosamente a la Alhambra usando puertas que el emir había dispuesto que se abrieran. El recato había sido recomendado por el propio emir que temía ser víctima de los enconos de aquellos que le acusaban de débil o de traidor y que ahora les aguardaba en un salón donde se hicieron los intercambios documentales. Boabdil entregaba aquel último trozo de Al-Ándalus recobrándose así la Híspanoa «perdida» el 711 y recibía a cambio una generosa indemnización que le habría convertido en el más poderoso de los nobles españoles. Si comparamos esta indemnización con los gastos del viaje de Colón realizado el mismo año, tenemos que llegar a la conclusión de que estos últimos eran una verdadera miseria al lado de los sacos con monedas preciosas que se entregaban a los musulmanes. Pocas horas más tarde, al recibir Fernando las llaves, –Isabel contemplaba el suceso a cierta distancia–, éste tuvo otro gesto al impedir que Muhammad –éste es el verdadero nombre– se humillase besándole las manos. Un rey trata al otro rey como persona de igual rango.

Al amanecer del día siguiente, los caballeros instalados en la Alhambra improvisaron un altar con una de las mesas y pudieron celebrar la primera misa, algo que estaba radicalmente prohibido desde que en 1140 los africanos califas prohibieran radicalmente el cristianismo. Y algunos de los asistentes lloraron. Aquella tarde también Boabdil, al enfrentarse con su madre Fátima que le reprochaba no haber sabido defender como hombre su patrimonio, lloró «como mujer», según la curiosa leyenda. Y al historiador, especialmente en estos días en que el terrorismo islámico parece resucitar, se le plantea la pregunta: ¿quién tenía más razones para el llanto? La emoción de los caballeros nos la explican cronistas muy allegados a los Reyes Católicos. La España que muchos creían muerta había conseguido resucitar y, sin percatarse de ello, se disponía a llevar los valores de la europeidad a los extremos del mundo que se estaba descubriendo. Y la tristeza de Boabdil venía de otra raíz. No iba a permanecer como potente señor de las Alpujarras porque la violencia latente asomaba de cuando en cuando la punta venenosa que podía costarle le vida. Y así, vendiendo sus bienes, se hundió en el silencio de Fez donde sobreviviría hasta 1533.

La conquista e hispanización de Al-Andalus, cuyo nombre no se ha borrado, aparece como uno de los elementos fundamentales para la la configuración de Europa, que durante cuatrocientos años iba a actuar como la educadora del mundo, con virtudes y también con defectos, pero que han llegado a traducirse en reconocimiento de los valores de la persona humana. Es precisamente en nuestros días y como consecuencia de los íntimos daños que a esa persona causaran los totalitarios de variados colores, cuando parece que la europeidad entra en crisis y una nueva forma de guerra alimentada por la raíz socavada del odio se despliega sobre ella. No se trata de combatir al adversario sino de algo más: destruir todos los avances morales. Tiene razón el Papa Francisco que solo en parte procede de esa europeidad: el mundo necesita con urgencia definiciones acerca de la paz y esfuerzos tras ellas que permitan el retorno al axioma fundamental: el ser humano es persona que se trasciende y no simple individuo que se numera.

Sin embargo es imprescindible para los mismos historiadores hacer referencia a los errores que se cometieron pues de ellos se aprende y a veces más que de los aciertos. En 1492, año en que Fernando estuvo a punto de perder la vida en un atentado en el Tinelle de Barcelona, las autoridades catalanas precipitaron la ejecución del culpable porque estaban convencidos de que si la decisión llegaba a manos de Isabel ésta perdonaría su vida. Una lección que Fernando explicara en carta personal: el castigo debe parecer misericordia porque se trata de enmendar. Nuestros dos últimos siglos han borrado esta enseñanza y para Europa también llegaron a convertirse en los más crueles de su historia. Por esas mismas fechas dejaron de cumplirse las generosas condiciones que se ofrecieran a Granada al otorgar a los vencidos los tres derechos naturales de vida, libertad y fe. Aquí la responsabilidad recae sobre las dos partes y no es consecuencia de una sola.

Al-Andalus era la consecuencia de un profundo descontento producido en la Península entre los musulmanes cuando éstos, reaccionando contra el autoritarismo de Almanzor, decidieron dividirse en dos docenas de comarcas autogobernadas que llamaron taifas, es decir lugartenencias. Por mucho que nos duela es algo que estamos ahora repitiendo. Alfonso VI al recobrar Toledo ofreció una solución que los musulmanes rigurosos no aceptaron –tolerancia entre las tres religiones– recurriendo a la ayuda de los nuevos poderes africanos. No tardaron en descubrir que esto era todavía peor. Y vino la guerra y con ella la gran victoria cristiana de las Navas (1212). San Fernando ofreció a los nasries en 1246 una tercera solución: crear dentro de la Monarquía castellana una especie de reserva islámica sometida a las obligaciones políticas provinciales. Pero esta fórmula duró poco tiempo. Desde 1282 los nasries se empeñaron en conseguir una independencia total. He ahí la gran lección que ciertos políticos de nuestros días parecen haber olvidado. Renunciar a los beneficios de la unidad que ofrece la Corona para insistir en la división como si ésta pudiera producir otra cosa que la debilitación y carencia de recursos que proceden de las recíprocas colaboraciones. Si seguimos por este camino no solo tendremos la oportunidad de un tercer llanto, sino que causaremos daño a Europa. Y precisamente esto era lo que en 1492 se había conseguido: esa nueva Hispania restaurada era uno de los cinco elementos esenciales de la europeidad.