Historia

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Un centenario

Este matrimonio trajo consigo una guerra civil. No se trataba de debatir los derechos entre dos mujeres, sino del conflicto entre partidos políticos que enfrentaban dos formas de gobierno: el que defendía el predominio de la nobleza y el que trataba de acomodarse al modelo catalán, que se situaba en un punto diametralmente opuesto al que ahora recomiendan los nacionalistas

La Razón
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Acaban de cumplirse los quinientos años de la muerte de Fernando el Católico. La escasez de menciones es sin duda una muestra de ese defecto en que incurre la nación española: remitir al silencio a sus grandes figuras históricas a menos que podamos hablar mal de ellas. Y esto no es posible si acudimos a quien dos días antes de su muerte soldó los cimientos de la monarquía española que ha demostrado sobradamente su importancia superando incluso los dos intentos de sustituirla por repúblicas que, a fin de cuentas, fracasaron causando muchos más daños que beneficios a pesar de que contaban con excelentes políticos, demostrando así que esa forma de Estado que separa autoridad de poder es siempre ventajosa. En su último y certero testamento Fernando procedió como lo que realmente era: titular de esa unión de reinos que se llamaba Corona del Casal d’Aragó y no como ahora decimos, Corona de Aragón, como si el territorio sustituyese a la monarquía.

Una de las grandes aportaciones del condado de Barcelona a ese modelo de Estado se había iniciado en el siglo XIV adelantándose, y mucho, a Montesquieu. Pues las reformas que podemos considerar constitucionales –así lo entendió Jovellanos y trató de explicarlo en vísperas de las Cortes de Cádiz– se apoyaban en el descubrimiento de que la soberanía es un «pactisme» entre monarca y reino que se prestan recíproco juramento de fidelidad a las leyes calificadas ya entonces de libertades. Fue un acierto de don Juan de Borbón tomar para sí el título de conde de Barcelona, pues allí estaba el origen. Servicio al reino y no servirse de él. Se descubrían también tres dimensiones: legislativa (Cortes) ejecutiva (Consejo) y judicial (Justicia o Chancillería) que operaban por separado, aunque coordinadas precisamente por el rey. Fernando había completado el proceso al casarse con Isabel y entregar a ésta un documento que le permitía usar poderes reales en la Corona de Aragón.

Este matrimonio trajo consigo una guerra civil. No se trataba de debatir los derechos entre dos mujeres, sino del enfrentamiento entre partidos políticos que enfrentaban dos formas de gobierno: el que defendía el predominio de la nobleza y el que trataba de acomodarse al modelo catalán, que se situaba en un punto diametralmente opuesto al que ahora recomiendan los nacionalistas. Lo que Fernando defendía era precisamente una consolidación de la unidad en la diversidad. Esto se transferirá también a América como antes a Italia. Como todas las guerras civiles, la de 1476 estaba dominada por el odio. Y aquí hallamos el primer gran acierto de Fernando: en lugar de represalias, acuerdos que demostrasen la misericordia. Muchos de quienes se le opusieron siguieron contando con puestos de responsabilidad. La indemnización que se ofreció a Boabdil superaba en generosidad a cuanto sería posible imaginar. Y a quienes combatieron en Cataluña a su padre los encontramos ahora desempeñando puestos de responsabilidad.

Era una razón política, y así lo explicó en una carta personal a su pariente el rey de Portugal cuando éste castigó con dureza la supuesta conspiración de la Casa de Braganza a la que pertenecía Isabel: – en todo tenemos que obrar de tal modo que el castigo parezca reconciliación. Es cierto que cometió un error en el caso de la prohibición del judaísmo. Pero también en él hallamos razones políticas: el antijudaísmo evolucionaba hacia un radical antisemitismo capaz de provocar violencias. Y en este caso creía que estaba escogiendo el mal menor como hicieran los otros reyes del occidente europeo y le recomendaba el Papa. Los problemas se resuelven cuando dejan de existir.

España se adelantó gracias a la monarquía en la supresión de las últimas reliquias de servidumbre y en la prohibición de la esclavitud. Seguían existiendo esclavos, pero estos se traían de Africa y los empresarios que en ello comerciaban alegaban en su disculpa que si no los compraban sin duda sus propietarios acabarían privándoles de la existencia. La medida fue aplicada en Canarias y América: los indígenas de ambos mundos no podían ser esclavizados. Colón fue encadenado y traído a España porque había tolerado uno de estos abusos.

Había un punto en que el famoso monarca no abrigaba dudas: la mujer estaba capacitada para reinar si las circunstancias así lo exigían, aunque como todavía figura en nuestra Constitución la primacía corresponde al varón en la línea de sucesión. No dudó en que Juana tenía que ser reina incluso cuando tuvo noticia de los primeros desarreglos mentales. Y, sin embargo, fue aquí, tras la muerte de Isabel, cuando surgió la gran pregunta: ¿estaré cometiendo un error? La llegada de Felipe el Hermoso parecía demostrarlo. El proyecto flamenco acomodado al modelo francés ponía en peligro la unión de reinos, es decir, el sistema que nacido en Cataluña se había consolidado al incorporarse Castilla.

Bien. Llegamos a ese punto vital. Tras el encuentro con su yerno y comprobar que se estaba retornando a la guerra civil vio en la muerte de su primer nieto varón una advertencia capital del destino. Y tomó la decisión radical de intentar mediante matrimonio un cambio en la sucesión. Hubo un hijo de Germana de Foix que nació prácticamente muerto y dentro de los esquemas sucesorios, un nuevo nieto. Carlos. Juana, ahora viuda, le estaba llamando. Había que poner fin a ese empeño sucesorio, divisorio diríamos más bien. No fue una decisión tomada a vuelapluma. Carlos estaba en Malinas y ni siquiera hablaba una palabra de español. Pese a todo y por encima de cualquier consideración, Fernando, que ya había conseguido incorporar Navarra y logrado un acuerdo estrecho con Portugal, entendió que la unión de reinos era un bien por encima de todo al que no se debía renunciar. Y cuando comprendió que la muerte llamaba a su puerta en aquel mes de enero de 1516 llamó al notario y le dictó el testamento final: España comenzaba a existir de la mano de Carlos. Un bien que ahora parece que estamos a punto de perder.