Luis Suárez

¿Una nueva transición?

La Razón
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Vivimos un tiempo de dificultades políticas muy serias. Algunos sectores parecen empeñados en volver al pasado restaurando odios que se habían superado y borrando las huellas de una transición que Europa considerara ejemplar. Sería la tercera en opinión de los historiadores. La transición no se inició en 1976 como a veces se nos hace creer ya que esta fecha constituye un término de llegada y no punto de partida. Conviene precisarlo. Uno de los grandes políticos falangistas, José Luis de Arrese –lejos de mi intención criticarlo– trabajaba desde 1955 en un proyecto que habría otorgado al Movimiento autoridad absoluta mediante una ley fundamental (es decir constitución) que insertaba las dimensiones políticas de los ciudadanos en ese Movimiento que muchos de sus adheridos llamaban «partido». Pero entonces intervino la Iglesia y con ella los otros sectores que se acomodaran a lo que ahora llamamos franquismo. El Papa ordenó a los tres cardenales españoles explicar que ese proyecto de Arrese implicaba un retorno a los totalitarismos y que si se aceptaba el Vaticano no tendría más remedio que retirar su apoyo.

Así sucedió: todos los ministros sin excepción alguna rechazaron el proyecto. Arrese se retiró de la política y el Movimiento pasó a manos de personas como Torcuato Fernández Miranda o Adolfo Suárez decididas a conducir la Monarquía que estaba ya refrendada en plebiscito por los cauces que conducían a la Unión Europea. Luis Carrero Blanco pasó a ocupar un primer término incluyendo años más tarde la presidencia del Gobierno. Sabía que se trataba de un camino largo y difícil que debía comenzar por una estabilización y un desarrollo económico. Aquellos expertos –me gustaría destacar a Laureano López Rodó, Enrique Fuentes Quintana, Juan Velarde y Mariano Navarro Rubio– fueron calificados de tecnócratas y lograron un éxito claro. España había superado los daños materiales y morales del pasado. Se declararon caducos los delitos políticos de la Guerra Civil y, cosa muy notable, se derogó oficialmente el decreto de 1492 que expulsara a los judíos de España. De modo que los sefarditas volvían a su propio nombre.

Franco puso a los reformadores una condición que cumplieron: impedir el paro de los trabajadores. Así llegamos a aquel día 10 de julio de 1969 en que se dio cumplimiento a las viejas leyes que databan del siglo XIV y las Cortes prestaron juramento de legitimidad a Don Juan Carlos. Aquel día yo estaba en las Cortes en razón de mi cargo de rector de Universidad. A los procuradores se nos sentaba por orden de apellidos, de modo que, honor inmerecido, estaba al lado de Adolfo y de Fernando cuyos méritos me parece innecesario recordar. Era el término de llegada. Aquellas mismas Cortes fueron las que al reinstaurarse la Monarquía tomaron la decisión de retornar a los partidos políticos y elaborar una Constitución que estaba dentro de la serie inaugurada en 1812 por «la Pepa». Todos los partidos retomaron la legalidad y no pasaría mucho tiempo sin que los socialistas ganaran las elecciones formando un Gobierno estable. Felipe González tomó la acertada decisión de apartarse de la rigurosa ideología marxista. España entraba en la Comunidad Europea con plenos derechos y obligaciones. En un plazo de tiempo suficiente se había realizado la gran operación. No es extraño que la transición española fuese propuesta como un éxito.

Pero en 1959 había tenido lugar otro acontecimiento. El presidente Eisenhower viajaba a Europa para afirmar las relaciones de ésta con los Estados Unidos. Aunque al principio se había excluido la visita a España se modificaron las decisiones y el gran héroe de la guerra contra el nacionalsocialismo paseó en coche descubierto por las calles de Madrid que, convertidas en fiesta albergaban un gran número de espectadores que aplaudían. El sentimiento tuvo también su protagonismo en aquella puerta en donde se reconocía la democracia como meta a conseguir. Y no hay duda de que en 1977 dicha meta se alcanzó.

España debe mucho a esa primera transición, especialmente el abandono de los odios que fueran secuela de la Guerra Civil. Muchas de las instituciones maduraron. En lugar de incurrir en el error del laicismo se estableció la no confesionalidad del Estado aunque reconociendo que las aportaciones que se hacen desde las religiones, incluso las no cristianas, deben considerarse positivas. La amistad entre cristianos y judíos sobre todo después de 1963 ha alcanzado unas dimensiones que antes parecían inalcanzables. Y el mérito de aquella generación de 1960 sigue siendo destacado por numerosos autores.

Como sucede siempre permanecieron, al principio en silencio, aquellos sectores que sueñan con un retorno al pasado convirtiendo el bien en mal. Necesitaban para manifestarse de una fuerte oportunidad. Y ésta vino como consecuencia de los saltos económicos que de cuando en cuando se repiten. Dinero y poder se instalan en la primacía y provocan el cambio hacia la depresión. El paro laboral retornó en unas dimensiones que antes parecía imposible alcanzar. Son millones los que carecen de empleo, mayoría los jóvenes impedidos en iniciar su existencia social. Y de ahí viene también el desorden ético.

Ahí tenemos el peligro. Desilusión y desacato que pueden aprovechar las ideologías para su retorno ignorando los precedentes que aún tenemos ante nuestros ojos en los totalitarismos que aún sobreviven. Si los poderes políticos no consiguen detener el paso una segunda o acaso tercera transición se nos presenta como amenaza. Recordemos los daños del nazismo y del stalinismo. Los viejos aún los recordamos.