Tribuna
Trump, el Papa, la Biblia… y los aranceles
La paradoja es que cuanto más global es la crisis, más íntima parece la solución. Más individual. Más solitaria
Mientras volvía de Roma –con los párpados pesados por el cansancio y la fe en pausa– y mi editor me decía, apenas veinticuatro horas después, que debía regresar urgente a San Pedro, esta vez para cubrir el adiós solemne del sábado, intentaba, con más voluntad que claridad, poner en orden un par de ideas. Lo confieso: no estoy seguro de que mis conexiones –mentales, se entiende, aunque también las aéreas– sean del todo acertadas. Perdón si este texto zigzaguea tanto como la docena de escalas que acumulo en 90 horas.
Cuando rearmo mi itinerario de regreso al Vaticano y escribo, tengo la sensación –esa mezcla de resignación y lucidez que solo da la fatiga– de que estamos atrapados en la era de los deberes. No me refiero a los escolares, esos que uno resolvía a las apuradas la noche anterior con la impunidad de la infancia o adolescencia. Hablo de esos otros deberes, más abstractos pero igual de ineludibles: los que nos dictan candidatos salvadores, economistas con peinados de guerra, un Papa jesuita que ha partido y hasta los algoritmos de autoayuda. Todos nos miran con gesto grave –desde un atril, desde un sermón, desde una pantalla– para recordarnos que todas son tareas pendientes.
Trump, por ejemplo, ha vuelto con el entusiasmo de quien no tiene plan, pero exige sacrificios con «aranceles». «America First» se ha transformado en «América, hacé los deberes si querés sobrevivir a los chinos, a los inmigrantes y a las drag queens». Regresa, y con él, una vez más, la política de los deberes: patrióticos, industriales, monetarios, emocionales. Lo único claro es que el ciudadano tendrá que ajustarse el cinturón. ¿Por qué? Se espera descubrirlo.
En Europa, la melodía no cambia demasiado. Cada país parece atrapado en una coreografía de deberes morales, ecológicos o estratégicos. Macron predica la necesidad de una mayor autonomía europea; Alemania, con Merz –o al menos su ala conservadora– para volver al orden y disciplina. Meloni exige menos inmigrantes para complacer a su electorado más encendido. Sánchez quiere una España progresista, pero le debe paciencia a una ciudadanía agotada de tanta epifanía institucional. Una lista de pendientes.
Es incómoda la comparación, lo sé. Pero también en el Vaticano se respira este clima. Francisco, el Papa que parecía habernos liberado de la gramática rígida del dogma, nos deja –quizás sin quererlo– la misma hoja de ruta sin mapa. Nos enseñó a conmovernos con los gestos, pero en la lista de deberes no resueltos siguen flotando las grandes preguntas. Fue el Papa de los gestos sobrios y los silencios medidos, y mostró que también allí, en las entrañas del poder espiritual, hay deberes... aunque no siempre se cumplan.
A veces se anuncian con solemnidad y luego se desvanecen. Comisiones que no cierran, reformas que no terminan de llegar. Fue, quizás, más provocador de preguntas que dador de respuestas. Para muchos, resultó más comprensible para los agnósticos que para los creyentes. Tal vez porque a ellos no les exigía nada. Un deber cero. Un alivio místico.
Ahora, con la silla de Pedro vacía y el incienso aún flotando en el aire, la Iglesia entra en su tiempo suspendido: el cónclave. Se reza, el poder se viste de solemnidades, se proyecta. Y también aquí se percibe esa atmósfera densa de lo que quedó a medio hacer. No por negligencia, quizá por prudencia. O por ese viejo arte romano de sugerir sin definir. El próximo Papa, quien sea, no solo heredará un trono: heredará una carpeta abierta con tareas sin tachar. Y deberá decidir si las enfrenta… o las traslada a otra carpeta que dirá que hay que dar marcha atrás.
Mientras tanto, en esta coreografía global de obligaciones, el ciudadano se ha convertido en un alumno atrapado en el aula del mundo, esperando instrucciones que no llegan. El cuaderno está en blanco. La reindustrialización es inviable. La transición energética, carísima. La igualdad plena, una promesa aún en borrador. La fe, un ejercicio de edición permanente. Y sin embargo, la consigna persiste: hay que hacer los deberes.
¿Pero cuáles son, exactamente? ¿Consumir menos? ¿Pagar más impuestos? ¿Trabajar más? ¿Rezar con más entusiasmo? ¿No ofender a nadie? ¿Ofender con cuidado? ¿Salvar el planeta sin cambiar de auto? ¿Militar causas sin atreverse a dudar?
Nadie parece tener la respuesta. Ni los políticos, ni los mercados, ni los clérigos, ni los profetas de Tik Tok. Solo abunda la idea de que algo hay que hacer. En plural, siempre. Porque lo importante ya no es tanto hacer algo, sino parecer comprometido con todo. Como si todo quedara incompleto, y nosotros estuviéramos a cargo de esa cuota simbólica de completitud.
La paradoja es que cuanto más global es la crisis, más íntima parece la solución. Más individual. Más solitaria. Cada país encierra sus problemas bajo bandera. Cada líder se disfraza de terapeuta nacional. Los curas debaten entre reformistas y conservadores, si es que los hay. Y cada uno de nosotros, lector incluido, carga con la sospecha de que tiene una tarea por hacer… aunque nadie nos haya explicado cómo, por qué, cuándo ni para qué.