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Stephane Hessel: El padre de los indignados

Fotografía de archivo tomada el 10 de febrero de 2012 que muestra al pensador, escritor, diplomático y resistente francoalemán Stéphane Hessel.
Fotografía de archivo tomada el 10 de febrero de 2012 que muestra al pensador, escritor, diplomático y resistente francoalemán Stéphane Hessel.larazon

El siglo XXI ha nacido huérfano de intelectuales absolutos que sirvan de faro y referencia en unos tiempos que siguen reciclando una y otra vez posiciones del pasado reciente. Con Derrida murió el último gigante del pensamiento, y lo que nos queda es un vacío tanto más insoportable cuanto que los tiempos degeneran en la convulsión permanente y la ciudadanía no encuentra una voz sólida que escuchar con atención. Pero el vacío no es lo peor, la horfandad no es el más dañino de los sentimientos que una mente inquieta puede tener cuando mira a su alrededor.

La consecuencia más nefasta de este contexto es que la necesidad de escuchar algo «diferente» ha conducido a que cualquier discurso mínimamente altisonante, arengatorio y con las dosis suficientes de populismo se puede considerar como un «evento intelectual». Y, como ejemplo , ahí tenemos el caso del ayer fallecido Stephane Hessel.

Pese a que son momentos para el respecto –la muerte de una persona no es una cuestión para tratar con frivolidad en ningún caso–, he de decir que la obra intelectual de Hessel no me merece ningún tipo de consideración. El éxito de «¡Indignaos!» –con más de cuatro millones de copias vendidas en todo el mundo– constituye un ejemplo sin parangón de la renuncia de las actuales generaciones a su dignidad crítica. Si existen razones para protestar –y las hay en número infinito–, no son precisamente las que aparecen reflejadas en el panfleto de Hessel. De hecho, lo que este «gurú» vierte en las páginas de dicha publicación no es estrictamente una elaboración intelectual que funcione como «cartografía crítica» de los tiempos actuales; «¡Indignaos!» se revela, antes bien, como un trabajo de apropiacionismo perspicaz en el que todos los conceptos –fetiche que flotan en la atmósfera de la desesperación, del lenguaje de barra de bar que inflama cotidianamente los ánimos de la maltrecha ciudadanía, se reúnen a la manera de un collage infantil e iracundo. Hessel no redactó el texto que la sociedad contemporánea necesitaba, sino el que la indolencia reflexiva de la rancia progresía quería escuchar. Entre ambas partes retroalimentaron un fenómeno –el 15-M– al que la historia debería condenar duramente por estafa ideológica y por frustrar la inquietud crítica de tantos jóvenes que, indudablemente, merecen un mundo mejor. El papel relevante que Hessel ha jugado en el pensamiento político durante los últimos años demuestra que, en el presente, el rigor intelectual ha derivado obscenamente hacia el oportunismo y la más ruín estrategia de marketing. La «filosofía» a la que este autor ha dado lugar no posee un vocabulario de más de cien palabras, que, como si de un mantra hipnótico se tratara, se repiten con la suficiente perseverancia y amplificación mediática como para acabar monopolizando el capital crítico de las nuevas generaciones. Si Hessel tan sólo ha sido un estado de ánimo –como es deseable que así sea–, esperemos pues que las almas se relajen y vuelvan al punto de sensatez que nunca debieron abandonar. No existe mayor radicalismo que la moderación.