Benedicto XVI

Un Papa para un gran futuro

Fue un hombre cordial, trabajador, dialogante, inteligente como pocos, hombre de comunión, profundamente eclesial, hombre de la verdad, cooperador de la verdad, y siempre muy cercano

Benedicto XVI, en una de sus últimas celebraciones como pontífice en activo
Benedicto XVI, en una de sus últimas celebraciones como pontífice en activoGregorio BorgiaAgencia AP

Me han pedido desde LA RAZÓN que ofrezca o escriba una semblanza de quien los cardenales, reunidos en Cónclave hace ya años, eligieron «al que Dios había escogido» para suceder al «gran Papa» Juan Pablo II en el ministerio de Pedro: Benedicto XVI. La «elección de Dios» recayó sobre aquel que en su primera aparición como Papa se definió como un «sencillo, humilde, trabajador de la viña del Señor», y en la Eucaristía de inicio oficial de su pontificado, dijo: «Mi verdadero programa de gobierno no es hacer mi voluntad, ni seguir mis propias ideas, sino ponerme junto con toda la Iglesia a la escucha de la palabra y de la voluntad del Señor, y dejarme conducir por Él, de tal modo que sea Él mismo quien conduzca la Iglesia en esta hora de nuestra historia». Esta es la mejor semblanza, breve, que podemos ofrecer, la que el mismo Benedicto XVI hizo de sí mismo. Así era este hombre providencial, Benedicto XVI: un Papa para el presente y para un gran futuro.

En esas palabras, tan esenciales como sencillas, tan cargadas de verdad como de gran futuro para el hombre, Benedicto XVI perfiló y se definió a sí mismo y su Pontificado. Un hombre de Dios, amigo fuerte de Dios, en expresión teresiana, un papa que me decía al ser hecho público mi nombramiento como Obispo de Ávila: «Tenga muy presente en su episcopado a los dos grandes santos de Ávila: Santa Teresa de Jesús y San Juan de la Cruz, ambos sólo Dios. Sólo Dios ha de ser la referencia de su episcopado, la de todos los Obispos, la de toda la Iglesia en esta época que vivimos».

Acogedor y detallista

Y esa ha sido su referencia siempre, reflejada palmariamente en su renuncia y en su retirada o clausura en un monasterio de monjas contemplativas: con este gesto nos dijo quién es al mostrarnos que quien lleva la Iglesia es Dios y que ante Él sólo cabe la adoración, la contemplación, la escucha de Él, la oración incesante ante Él. Ese es de cerca Benedicto XVI y por eso es una persona tan sencilla, tan humilde, tan acogedora, tan detallista con quienes están con él.

Así era, cordial, afable, amigo y en tal grado que cautiva, como cautivó a los periodistas granadinos que me acompañaron para recibir de sus manos y su palabra los «Libros Plúmbeos» de la Abadía del Sacromonte de Granada. Hasta tal punto dejó asombrados a estos periodistas, en principio muy críticos respecto del cardenal Ratzinger, que cuando fue elegido Papa me llamaron a Toledo para decirme jubilosos: «¡Han elegido a nuestro Papa!».

Un hombre cordial, trabajador, dialogante, inteligente como pocos, hombre de comunión, profundamente eclesial, hombre de la verdad, cooperador de la verdad, siempre muy cercano, por ser de Dios y de la Iglesia.

La Iglesia, siempre y particularmente en nuestros días, ha de estar marcada enteramente por la centralidad de Dios, que es Amor, y es quien lleva y hace Iglesia, que está llamada a ser transparencia de Dios. Así es ella, así es donde está la clave de su presencia en el mundo y de su actuar justo y libre. Esto responde, además, por completo a lo que es el problema central de nuestro tiempo: la ausencia de Dios. Y por eso el deber prioritario de los cristianos es «testimoniar al Dios vivo», esto los identifica y la identifica.

«Antes de los deberes (morales y sociales) que tenemos, de lo que hemos de dar testimonio con fuerza y claridad es del centro de nuestra fe. Hemos de hacer presente en nuestra fe, en nuestra esperanza y en nuestra caridad, la realidad del Dios vivo. Si hoy existe un problema de moralidad, de recomposición moral en la sociedad, deriva de la ausencia de Dios en nuestro pensamiento, en nuestra vida. O para ser más concreto, de la ausencia de la fe en la vida eterna, que es vida con Dios», decía Ratzinger. La vida sin Él, la ausencia de Él. Es precisamente el infierno, que como el cielo, también se anticipa en la tierra.

«Hay quien piensa –decía Benedicto XVI en Múnich– que los proyectos sociales deben promoverse con la máxima urgencia, mientras que las cuestiones que atañen a Dios revisten bastante menor interés y urgencia». Incluso son muchos los que piensan que Dios no tiene ninguna relevancia para el hombre, y cuando menos se puede «vivir muy bien» como si Dios no existiera. En nuestro mundo y en la cultura poderosa y dominante, oficial, que nos envuelve, hemos decidido construirnos a nosotros mismos, reconstruir el mundo sin contar realmente con la realidad de Dios.

Dar testimonio de Dios

Pero sin Él, el hombre perece y carece de futuro. Este es el drama, el gran problema de nuestro tiempo. No hay ningún otro que se pueda comparar en su radicalidad y hondura.

«Si en nuestra vida de hoy y de mañana –afirmaba el entonces cardenal Ratzinger– prescindimos de Dios, de la vida eterna, todo cambia, porque el ser humano pierde su gran honor y dignidad. Y todo se vuelve al fin manipulable. Pierde su dignidad esta criatura imagen de Dios, y por tanto, la consecuencia inevitable es la descomposición moral, la búsqueda de sí mismo en la brevedad de esta vida. Hemos de inventar nosotros el mejor modo de construir la vida, y la vida en este mundo».

Por esto mismo, la vida y tarea fundamental de la Iglesia, aquello de lo que ha de vivir y lo que ha de ofrecer y entregar a los hombres de hoy, de lo que ha de dar testimonio ante nuestro mundo, es Dios. La tarea de la Iglesia es «tan grande como sencilla: consiste en dar testimonio de Dios, abrir las ventanas cerradas que no dejan pasar la claridad, para que su luz pueda brillar entre nosotros, para que haya espacio para su presencia. Pues hay que decir que allí donde Dios está, se halla el cielo, allí nuestra vida resulta luminosa incluso en las fatigas de nuestra existencia. El cristianismo no es una filosofía complicada y pasada de moda, no consiste en un bagaje incalculable de dogmas y preceptos. La fe cristiana es ser tocado por Dios y testimonio de Él».

Así era él, Benedicto XVI, de cerca y de lejos. La Iglesia existe para esto: para vivir como el justo, de la fe, es decir, de Dios. Para darlo a conocer y para dar testimonio de Él. Esta es su imprescindible y urgente aportación al mundo de siempre y, particularmente, al de hoy. Si no aportase esto, no aportaría nada a la indigencia o pobreza principal del hombre que es la de Dios.

*Antonio Cañizares Llovera es el arzobispo de Valencia