Religion
Lo que Dios quiere quitarnos
Textos de oración ofrecidos por Christian Díaz Yepes, sacerdote de la archidiócesis de Madrid
Domingo II del tiempo ordinario
En los dos siglos pasados llegó a ser un lugar común la idea de que Dios es el gran enemigo del hombre. Supuestamente, Él nos quita nuestra libertad y nos esclaviza con leyes frustrantes. Sin embargo, cuando se vive una auténtica experiencia teologal, que significa el acercamiento de Dios a nuestra vida, se experimenta todo lo contrario: la libertad y el desarrollo del hombre alcanzan su máximo potencial y se abre de par en par el horizonte de la gracia y la plenitud siempre mayores. Ahora bien, sí hay parte de verdad en que Dios se acerca al ser humano para quitarle algo. Y este algo es precisamente lo que no forma parte de nuestra naturaleza, sino que nos desfigura y nos daña. Es el pecado, que es la negación de la bondad y la belleza. Es la inversión de la verdad por la inconsistencia de la mentira y de la vida por lo que la vulnera y debilita. Estos males han echado tantas raíces en el alma de cada persona y de toda la vida humana que es imposible que alguien, aunque empeñe en ello sus mejores virtudes, pueda erradicarlo de sí. Solo una fuerza mayor es capaz de hacerlo. La fuerza de Dios, que es amor y, por eso mismo, libertad infinita. Para eso Él envía a su hijo como cordero, víctima expiatoria del mal, que se ofrecerá a sí mismo para sanarnos del pecado. Así lo reconoce Juan el Bautista al inicio de los evangelios:
«En aquel tiempo, al ver Juan a Jesús que venía hacia él, exclamó: “Este es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo. Este es aquel de quien yo dije: Tras de mí viene un hombre que está por delante de mí, porque existía antes que yo. Yo no lo conocía, pero he salido a bautizar con agua para que sea manifestado a Israel”. Y Juan dio testimonio diciendo: “He contemplado el Espíritu que bajaba del cielo como una paloma, y se posó sobre él. Yo no lo conocía, pero el que me envió a bautizar con agua me dijo: ‘Aquel sobre quien veas bajar el Espíritu y posarse sobre él, ese es el que ha de bautizar con Espíritu Santo’. Y yo lo he visto, y he dado testimonio de que este es el Hijo de Dios”.» (Juan 1, 29-34).
El Bautista reconoce a Jesús como el Salvador porque no viene a este mundo solo. Con él todo Dios se hace presente en nuestra historia. El Padre le guía a través del Espíritu
Santo, que se posa sobre él. Así también nosotros podemos reconocer la cercanía de Dios, que nos alcanza y nos dignifica, porque completa lo que tantas veces sentimos que nos falta, en tanto en cuanto nos quita lo que nos desfigura y vulnera. No debemos temer a llamar las cosas por su nombre. El bien es el bien, y el pecado es lo que lo contradice. Lamentablemente, este es hoy el gran tema a esquivar. Porque si todo es banal y vale lo mismo, decir que la decisión libre y consiente de alguien pueda ser negativa resulta escandaloso y, a todas luces, políticamente incorrecto. Se prefiere restarle importancia al mal o mirar hacia otro lado. Sin embargo, con ello solo se le hace un flaco favor al mismo pecador. A este no se le ayuda a superar su situación, como tampoco al entero conjunto social, que queda herido por males que se van acumulando hasta generar peores consecuencias. Como resultado tenemos una de las más dramáticas situaciones de confusión personal y social que se han visto en la historia. El único que puede salvarnos de ello es Jesucristo, quien viene a lo íntimo de cada persona por medio de su Espíritu para convencernos acerca del pecado y sus repercusiones.
Al constatar el pecado, lo peor que se puede hacer es acallar irresponsablemente los reclamos de la conciencia. Porque al intentarlo no hacemos más que amordazar nuestra esencia más pura, que es nuestra semejanza con Dios, pues esta queda sepultada y desfigurada bajo el fango de la negación a su amor. «Tengo un pecado», se suele decir. Pero en verdad es el pecado quien tiene a la persona. Este la somete bajo la inculpación y la vergüenza, además de la carga del mal cometido, que siempre lastra y debilita. En cambio, el solo hecho de tomar conciencia de ello y buscar la sanación, eleva a la persona por encima de lo que no ha hecho bien, pues le da dominio sobre el propio mal, que ahora puede poner humildemente bajo la misericordia de Dios y reparar el dañado causado
Cristo ha pagado el precio de nuestros delitos en su cruz, desde donde los ha lavado con su sangre y cubierto con el soplo de su Espíritu renovador. Ahora nos corresponde a nosotros asumir esta oportunidad de ser divinizados. Es necesario que la persona asuma sus faltas y las confiese humildemente ante quien Cristo ha encargado de dar su perdón. Ciertamente, Dios ya las conoce, y no necesita que se las recordemos. Somos nosotros los que necesitamos reconocer el mal cometido para poder ser sacados de ahí por la gracia que nos alcanza y restaura. Él ha venido a este mundo para sanarnos desde lo más profundo del mal que nos esclaviza y del pecado que nos desfigura. No temamos dejar todo ello en su presencia, con valiente confianza y rendición esperanzada. Así como él fue reconocido como el enviado de Dios para quitar el pecado del mundo, también nosotros seremos reconocidos como los destinatarios de esa gracia y testimonio de su sanación.
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