
Religión
El Padre que hace crecer
Textos de oración ofrecidos por el sacerdote – vicario parroquial de la parroquia de Santa Ángela de la Cruz, Madrid

Lectio divina para este domingo XVII del tiempo ordinario
La oración de Jesús provoca el deseo de orar en sus discípulos. Él es el Verbo que estaba ante el Padre antes de todos los siglos (Juan 1, 1), y en su vida histórica se sigue manteniendo ante Él por su oración y el cumplimiento de su voluntad. Leamos con atención:
«En aquel tiempo, estaba Jesús orando en cierto lugar, cuando terminó, uno de sus discípulos le dijo: “Señor, enséñanos a orar, como Juan enseñó a sus discípulos”.
Él les dijo: “Cuando oréis, decid: Padre, santificado sea tu nombre, venga tu reino, danos cada día nuestro pan cotidiano, perdónanos nuestros pecados, porque también nosotros perdonamos a todo el que nos debe, y no nos dejes caer en tentación”.
Y les dijo: “Suponed que alguno de vosotros tiene un amigo, y viene durante la medianoche y le dice: “Amigo, préstame tres panes, pues uno de mis amigos ha venido de viaje y no tengo nada que ofrecerle”; y, desde dentro, aquel le responde: “No me molestes; la puerta ya está cerrada; mis niños y yo estamos acostados; no puedo levantarme para dártelos”; os digo que, si no se levanta y se los da por ser amigo suyo, al menos por su importunidad se levantará y le dará cuanto necesite. Pues yo os digo a vosotros: pedid y se os dará, buscad y hallaréis, llamad y se os abrirá; porque todo el que pide recibe, y el que busca halla, y al que llama se le abre. ¿Qué padre entre vosotros, si su hijo le pide un pez, le dará una serpiente en lugar del pez? ¿O si le pide un huevo, le dará un escorpión?
Si vosotros, pues, que sois malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¿cuánto más el Padre del cielo dará el Espíritu Santo a los que le piden?». Lucas (11,1-13)
«Cuando Jesús terminó de orar, uno de sus discípulos le dijo: “Señor, enséñanos a orar». Jesús, la eternidad, vive «pros ton Theón» (πρὸς τὸν Θεόν), de cara a Dios (Juan 1,2). Descendiendo a la humanidad, restaura el vínculo entre lo divino y lo humano, que se había roto por la negación humana al plan de Dios.
Adán y Eva pecaron al querer ser como dioses prescindiendo de Dios, arrebatándole lo que no les correspondía probar en ese momento: el fruto del árbol del bien y el mal. Luego Adán se esconde, y desde entonces la humanidad persiste en este no dar la cara a su Creador, sino que se escabulle detrás de mil máscaras para eludir su verdad. Por eso era necesaria la obediencia de Cristo para subsanar y redimir esa desobediencia.
Jesús es el hombre que dice sí a Dios, que se reconoce y vive como hijo suyo. Vive sujeto a su voluntad y en camino de crecimiento, necesitado de su orientación y sus mandatos. Si le seguimos en este camino de obediencia, alcanzamos nuestra identidad más auténtica: ser hijos en crecimiento, acompañados por el Padre en su camino y, por tanto, llamados a vivir asidos a Él, “de cara” a Él.
«Cuando oréis, decid: Padre» Nuestra sociedad es huérfana de padre. Las grandes guerras del siglo pasado, el llamado “amor libre” y la disolución de los matrimonios dejaron grandes masas de huérfanos del alma. Actualmente vivimos la deconstrucción de las principales instituciones sociales: de la familia, a cuenta de la ideología de género; de los estados, a causa de la globalización; de las bases del saber, por parte del relativismo; también de la misma Iglesia, debido al indiferentismo y la ambigüedad religiosa. Todo este zozobrar de los asideros humanos acentúan aún más nuestra orfandad. Tantas veces nos sentimos a la deriva, como náufragos que se aferran a cualquier cosa para no sucumbir a la marea.
Pero también hoy Cristo nos sigue apareciendo en su continuo diálogo de amor con el Padre. Por eso también nosotros le pedimos que nos enseñe a orar. Él lo hace enseñándonos el Padrenuestro. Porque en lo que más necesitamos crecer es en la actitud con la que nos dirigimos a Dios. Ante todo, Él es Padre. Por eso podemos acudir a su presencia con la confianza de los hijos que pueden esperarlo todo de su Providencia. Así superamos esta herida social y personal de la orfandad espiritual. Por eso, procura ahora ir pronunciando con calma y solemnidad cada una de las palabras del Padrenuestro. No las analices ni te preguntes nada, solo deja que ellas resuenen y tomen forma en tu interior.
Si hay quienes se avergüenzan porque solo se acercan a Dios para pedirle cosas, Cristo les responde: «Pedid y se os dará, buscad y hallaréis, llamad y se os abrirá». Nuestras necesidades son oportunidades para recordar cuánto necesitamos a Dios. También para reconocer que sólo superamos nuestra pobreza acercándonos al que es rico en misericordia. Así nuestra oración se convierte en una disposición activa. Hay que pedir, buscar, llamar. Porque estas son ocasiones para crecer en el trato continuo con Dios y redescubrir su cercanía. ¡Pero qué fácilmente nos desanimamos! Vivimos más como hijos de nuestra cultura de las comunicaciones instantáneas que como hijos del Dios que se revela en los procesos de la historia, que despliega su belleza y sabiduría a través del tiempo, el crecimiento en lo oculto y la esperanza. Pero su Espíritu, que da el incremento, es también quien nos puede dar los dones de la fortaleza y la sabiduría para que luchemos por alcanzar lo que pedimos justamente.
Las palabras de Cristo este domingo nos enseñan que la oración auténtica no es un pasatiempo sentimental ni un desahogo psicológico, sino una ascesis (ἄσκησις), un combate del alma contra su dispersión, su pereza y su mundanidad.. La vida espiritual no crece en emociones, sino en fidelidad. Y esto exige orden, disciplina y perseverancia. Como afirma san Juan Clímaco gran padre spiritual de la antigüedad cristiana, quien quiere aprender a orar debe considerar que entra en una lucha cuerpo a cuerpo contra sí mismo.
La oración verdadera no depende de lo que se siente, sino de a quién se ama. Por eso, quien busca en ella sólo consuelo o espectáculo se estanca, mientras que quien la vive como ejercicio de presencia, silencio y entrega, avanza hacia la unión con Dios. El alma se purifica perseverando en la oración silenciosa incluso cuando no “siente” nada, porque el Espíritu Santo no siempre acaricia, pero siempre transforma.
Frente a esto, abundan hoy espiritualismos superficiales que confunden oración con catarsis sentimental o música ambiental. Muchos reducen el trato con Dios a una hora de tenues velitas, guitarreo emocional y lloros cursis, que terminan generando un clima más parecido al de una sala de relax que al del Tabor o el Getsemaní. La adoración eucarística se convierte entonces en una pausa afectiva sin compromiso, que no lleva a la conversión ni al seguimiento concreto de Cristo. Si después de una hora de adoración se induce a los jóvenes a “salir de copas” y no a servir al pobre, perdonar al enemigo o ser más fiel al propio estado de vida, es señal de que no se está enseñando a orar, sino a entretenerse piadosamente.
El que ora de verdad no escapa del mundo, sino que lo enfrenta con una visión sobrenatural. Por eso la oración cristiana debe alimentar la metanoia (μετάνοια), la conversión permanente, y no un romanticismo disfrazado de piedad. El que ora como Cristo, vive como auténtico cristiano.
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