Religion

Ser lo que somos

Textos de oración ofrecidos por Christian Díaz Yepes, sacerdote de la archidiócesis de Madrid

El Papa Francisco libera a dos palomas (símbolo del Espíritu Santo)
El Papa Francisco libera a dos palomas (símbolo del Espíritu Santo)larazon

Lectio divina de este domingo V del tiempo ordinario

Somos lo que somos o si no, no somos. Para vivir la vida, la verdadera, no hay medianías. Cristo exige la coherencia y no acepta la mediocridad. Él nos ha hecho sal de la tierra y si esta se desvirtúa, no sirve sino para pisotearla. Así pasa con nuestra vida si no realizamos lo que somos, aquello para lo que hemos sido creados. Cada acción nuestra, cada empeño que asumimos, tenemos que hacerlo como cristianos con todas las letras, sin matices engañosos. Leamos y meditemos:

«En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: “Vosotros sois la sal de la tierra. Pero si la sal se vuelve sosa, ¿con qué la salarán? No sirve más que para tirarla fuera y que la pise la gente. Vosotros sois la luz del mundo. No se puede ocultar una ciudad puesta en lo alto de un monte. Tampoco se enciende una lámpara para meterla debajo del celemín, sino para ponerla en el candelero y que alumbre a todos los de casa. Brille así vuestra luz ante los hombres, para que vean vuestras buenas obras y den gloria a vuestro Padre que está en los cielos. No creáis que he venido a abolir la Ley y los Profetas: no he venido a abolir, sino a dar plenitud. En verdad os digo que antes pasarán el cielo y la tierra que deje de cumplirse hasta la última letra o tilde de la ley”».

El evangelio de hoy se dirige hacia nuestra identidad, de la cual se desprende el modo de vivir. Es decir, Cristo señala el ser, del cual se desprende el existir. ¿Somos auténticamente sus discípulos? ¿Él es el centro y modelo de nuestro ser? Manteniendo esto claro, podemos abordar entonces la pregunta sobre cómo vivimos, si nuestro pensar y actuar se corresponden con lo que somos. Por eso enseñan los clásicos: «Agitur sequitur esse», «El actuar viene después del ser». Invertir este orden no hace sino desvirtuar a las personas, haciendo de ellas meras ejecutoras de acciones sin eje preciso. Es lo que pasa con la sal cuando se vuelve sosa y no sirve más que para tirarla por tierra. Un padre y una madre de familia ante todo son eso, su cabeza, luego viene si son más o menos comprendidos en todas sus decisiones por sus hijos. Una enseñanza de la palabra de Dios es precisamente lo que antecede a cualquier modo de asimilarla o entenderla. No es aquella la que debe adaptarse a nuestros criterios personales o sociales, sino al revés.

Anteponer la existencia al ser es como empezar a construir la casa por el tejado. Ya los más antiguos filósofos dejaron claro que el ser es el principio que fundamenta toda la realidad. Dentro de ella, lo que existe es lo transitorio y cambiable. El término existir, en efecto, se compone de la raíz latina ex, que significa «hacia algo», y del verbo sistere, que significa «estar fijo o posicionado». Es decir, el existir busca lo permanente, es un movimiento hacia la estabilidad que aún está en proceso. El ser es precisamente esa permanencia que el existir busca para adquirir consistencia y sentido. Construir la propia vida o la sociedad entera sobre lo incompleto de los tiempos, las opiniones y las modas es edificar sobre terreno movedizo, correr como niños fluctuantes tras cualquier viento de doctrina (Efesios 4, 14). Y el ser se ha comunicado. Él se ha expresado cercana y personalmente en Cristo, que comunica la palabra de Dios como fundamento de lo definitivo y estable. La verdad, el amor y la santidad son expresiones de esa estabilidad que es el mismo Dios, el resumen de toda la enseñanza de Cristo.

La verdad, el amor y la santidad de las que hablamos ciertamente son escasas en nuestro mundo. Sin embargo, son como la sal que no necesita ser agregada en demasía para dar sabor y conservar una comida. Son como la luz de una lámpara que no enceguece los ojos que quieren mirar, sino que descubren la realidad oculta tras las sombras. Estas expresiones del ser seguirán presentes más allá de las fluctuaciones de la historia, cuando tantas tendencias y espejismos hayan pasado y quedado en el olvido. Este es el sentido de las parábolas que Jesús dirige en este día a los discípulos. Puede que ellos sean pocos, pobres y perseguidos, como lo expresaban las bienaventuranzas del domingo pasado, pero son una pequeñez henchida de vida, como un grano de sal en lo insulso o un destello de luz en la noche. Estos bastan para alimentar la esperanza y encender la vida allí donde pudiera extinguirse por las apariencias ilusorias o los poderíos arrogantes. Efectivamente, si miramos hacia el pasado, comprobamos que la historia da la razón al Señor. Los grandes imperios han ido desapareciendo, las modas del pasado resultan ridículas en el presente, como tantas teorías científicas y sistemas sociales. Pero lo que se dijo sobre aquel monte de Galilea, lo que inició Cristo con aquel puñado de hombres y mujeres fieles y abiertos a Dios, se ha mantenido en pie a lo largo de los tiempos. El testimonio de los santos sigue siendo luz y fermento para la vida de tantos de los que se acercan a ellos más allá de los tiempos y culturas. Ellos han hecho madurar la palabra del Maestro hasta mostrarla como ciudad asentada firmemente sobre lo alto, a pesar de las incertezas del mundo, que siempre ha pretendido sofocarla. Hoy, por eso, contemplemos la cruz del Salvador, que se alza y permanece mientras el mundo da vueltas, y con los santos volvamos a afirmar: «Yo soy quien ante Dios soy».