Oración

La espiral del perdón

Textos de oración ofrecidos por Christian Díaz Yepes, sacerdote de la archidiócesis de Madrid

La espiral del perdón
Vincent van Gogh, Campo de trigo con una parca, Óleo sobre lienzoJosé Javier Míguez Rego

Lectio Divina del evangelio de este domingo XXIV del tiempo ordinario

Ya hacia el final de su vida, enfermo y ciego, san Francisco de Asís supera una honda pena que le aquejaba alabando al Señor en su más sublime y conocida oración: «El cántico de las criaturas». Allí loa al Señor por la característica más propia de las cosas creadas por Él, a quienes llama sus hermanos. Alaba a Dios por el sol, “bello y radiante en su esplendor”; por la luna y las estrellas, “claras, preciosas y bellas”; por el agua, “humilde, preciosa y casta”¸ por el fuego, “bello, alegre y fuerte”; por los frutos de la tierra, sus flores y sus hierbas. Ahora bien, llama la atención que cuando el santo más parecido a Cristo alaba a Dios por los hombres, destaca como su señal característica que pueden perdonar.

Efectivamente, entre todos los seres de la creación, el hombre es el único capaz de perdonar. Esto es así porque también ha sido el único ser creado a imagen y semejanza de Dios, que ama y perdona infinitamente. De modo que, al perdonar, las personas no solo nos hacemos verdaderamente humanas, sino que, en mucho, también nos divinizamos. Por eso hoy Jesús nos habla de la sin-medida con la que hemos de ofrecer este don: «Acercándose Pedro a Jesús le preguntó: “Señor, si mi hermano me ofende, ¿cuántas veces tengo que perdonarlo? ¿Hasta siete veces?”. Jesús le contesta: “No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete”» (Mateo 18, 21 – 22). Esta medida infinita no solo ha de aplicarse hacia quien nos haga más de una faena, sino también, y muy especialmente, hacia quien quizá solo nos haya agraviado una vez, pero la herida ha sido honda y nos cuesta perdonar de una y para siempre. Continuamente hemos de pedir la gracia de ofrecer ese perdón que tanto nos cuesta, asumiéndolo como un camino que se recorre paso a paso, decidiendo avanzar siempre con impulsos renovados. Lo importante es no volver atrás. Para ello necesitamos tomar conciencia de cómo y cuánto nos perdona Dios a nosotros mismos. Necesitamos contemplar con humildad y gratitud nuestra propia miseria amada y renovada por su misericordia, así como procurar hacernos cada día más semejantes a Él. Porque el rencor y el odio, como ya dijo Shakespeare, son un veneno que nos tomamos nosotros mismos esperando que muera el otro. Ese veneno nos destruye porque desfigura nuestro ser imagen de Dios. El perdón, en cambio, no solo es un bálsamo que damos a quien nos ha herido, sino que, en primer lugar, nos sana a nosotros. Esto es también lo que nos enseña la primera lectura de hoy:

«Rencor e ira son detestables, el pecador los posee. El vengativo sufrirá la venganza del Señor, que llevará cuenta exacta de sus pecados. Perdona la ofensa a tu prójimo y, cuando reces, tus pecados te serán perdonados. Si un ser humano alimenta la ira contra otro, ¿cómo puede esperar la curación del Señor? Si no se compadece de su semejante, ¿cómo pide perdón por sus propios pecados? Si él, simple mortal, guarda rencor, ¿quién perdonará sus pecados? Piensa en tu final y deja de odiar» (Eclesiástico 27, 33 – 28, 7).

Estas afirmaciones del Antiguo Testamento preparan la revelación del Evangelio, que nos dice: “Dad y se os dará” (Lucas 6, 38). Si esperamos recibir algo de Dios, también nosotros debemos ofrecerlo a nuestro prójimo. Por eso, cuando Cristo nos enseña a orar al Padre, da el lugar central a esta petición: «Perdona nuestras ofensas como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden» (Mateo 5, 23).  Se trata, entonces, de alinear nuestro corazón con lo más propio de Dios en una espiral de misericordia que desciende desde Él hacia nosotros, de nosotros hacia el prójimo y, a través de este, nos eleva hasta Dios. Esta es una de las características distintivas de la fe en Cristo, quien murió en la cruz pidiendo perdón al Padre por los que no sabían lo que hacían. Es lo que han seguido testimoniando los mártires de todo tiempo y lugar, quienes a través del perdón y la confianza en Dios han demostrado que el amor es más fuerte que la muerte.

Siempre que estemos expuestos a odiar, incluso con poderosos motivos ante lo que consideramos injusto y abusivo, hemos de hilar muy fino para que nuestra indignación y hambre de justicia no se conviertan en rencor ni mal deseo hacia otros. Contemplemos lo más bello de cada cosa y reconozcamos que lo más propio de nosotros mismos es esa capacidad de perdonar que, sin duda, nos ha sido dada por el Dios justo y misericordioso al crearnos a su imagen y semejanza. Actuar de otra manera es contradecir, adulterar y hasta destruir nuestra más propia identidad.