Oración
Dentro de nosotros y más allá
Textos de oración ofrecidos por Christian Díaz Yepes, sacerdote de la archidiócesis de Madrid
Lectio divina para este domingo de Pentecostés
Hoy el evangelio nos vuelve a situar en la primera aparición de Cristo resucitado a sus apóstoles, a la vez que la primera lectura nos presenta la venida del Espíritu Santo sobre ellos. Y es que ambos momentos forman una única realidad: Cristo ha vencido la muerte por la fuerza de su Espíritu y hace partícipes a los que ama de esa gracia que transforma radicalmente la vida humana. Leamos con atención
«Al anochecer de aquel día, el primero de la semana, estaban los discípulos en una casa, con las puertas cerradas por miedo a los judíos. Y en esto entró Jesús, se puso en medio y les dijo: “Paz a vosotros”. Y, diciendo esto, les enseñó las manos y el costado. Y los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor. Jesús repitió: “Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo”. Y, dicho esto, sopló sobre ellos y les dijo: “Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos”» (Juan 21, 20-23).
Los apóstoles ya “sabían” que Cristo había resucitado. Lo habían visto y habían vuelto a comer con él, pero esto no era suficiente para lo que habrían de vivir en adelante. Ya no serían solo espectadores de un acontecimiento externo. Ahora serán testigos de la Pascua que acontece en sí mismos, haciéndoles pasar de la oscuridad a la luz con ardor de amor, porque su Espíritu penetra hasta lo profundo de cada uno y de las relaciones que vivían entre ellos. Y es que el sentido original del nombre de “testigo” es el de “martyr”, es decir, aquel que no teme asumir la muerte para ganar la verdadera vida por un amor mayor que desarma a la muerte en sus propios dominios, que son el miedo y el pecado. Es Cristo viviente quien nos hace capaces de esta conquista, yendo totalmente dentro de nuestros encierros para iluminarnos desde lo más hondo de nosotros mismos.
Por estos motivos, Cristo no duda en mostrar a sus discípulos las heridas de la cruz, que no son motivo de vergüenza, sino manifestación de su gloria. Y nos lleva aún más dentro de sí al infundirnos su Espíritu y hacernos partícipes de su intimidad con el Padre. Es decir, nos adentra totalmente en el amor de Dios, que nos revela la verdad de nuestra vida. Ahora nosotros hemos de responder a ese don con apertura y confianza. Así hasta percibir que arde en nosotros el fuego de su presencia que nos levanta de nuestras derrotas y nos impulsa a vivir con un amor nuevo, capaz de reparar, sanar y reconciliar
Así como el Espíritu nos conduce totalmente dentro de nosotros mismos, también nos empuja totalmente fuera, lanzándonos más allá de nuestra insuficiencia para ir al encuentro de los demás. Su presencia en nosotros es ardor, fortaleza, valentía y entrega, generosidad y confianza. Él purifica nuestras conciencias con su perdón y nos mantiene en continua conversión, a la vez que en ofrecimiento a otros de lo que Dios nos da. En un contexto como el nuestro, que va a la deriva de las razones débiles y convicciones acomodaticias, este amor fuerte es la respuesta que nos salva de toda medianía y despierta el sentido de la vida verdadera, la que se encuentra a sí misma al abrirse a la verdad y ofrecerse a todos con caridad comprometida. Es esa pequeña chispa que destella en nuestra conciencia en el momento menos esperado, pero que puede hacerse hoguera que abrasa nuestras falsedades y nos hace testigos de la verdadera vida. Es esa fuerza que ha derribado a un perseguidor de su soberbia, como san Pablo, y le ha convertido en apóstol; es la toma de conciencia un convaleciente que desde su cama dice, como san Ignacio: “Si este y aquel han hecho tantas cosas por Cristo, ¿por qué yo no?”. Es la gracia que mueve a los miembros de una familia a reconciliarse. En definitiva, es el fuego de amor que te impulsa a ser también tú otro apasionado por el evangelio, cueste lo que cueste. Porque el amor auténtico no es el que te lleva entre algodones, sino el que te enciende entre los leños en cruz para que ofrezcas tu vida por amor, y por eso mismo, la conquistes para siempre.
El evangelio de hoy revela tanto el misterio de la permanencia de Cristo entre nosotros como también su trascendencia con respecto a nuestro mundo. Por su cruz y resurrección él ha tendido el puente entre cielo y tierra que se había roto por nuestro pecado. Ha establecido una nueva comunión entre lo visible y lo invisible; sigue con nosotros, a la vez que se encuentra a la diestra del Padre. Por eso nosotros también podemos decir que estamos aquí, pero somos de más allá. Nuestro deseo de eternidad no es ilusión ni quedará frustrado; el camino ya ha sido abierto. Sin embargo, esto no nos hace despreciar nuestra condición presente, pues lo sobrenatural subyace a todo lo natural, elevándolo y trascendiéndolo, yendo más allá de lo que hasta ahora vivimos y encaminándonos hacia lo que podemos llegar a ser. Por eso tenemos el desafío de encontrar al Señor aquí donde él nos ha dicho que se quedaría en las diversas formas de su presencia: dentro de cada persona, entre los que se aman en su nombre, en su Palabra, en los pobres, los enfermos y los cautivos con los que nos solidarizamos; en la fe y en la esperanza de su comunidad que le adora y guarda sus mandamientos. Pero de manera especialísima y por encima de todo, se ha quedado en la Eucaristía, desde donde nos alimenta espiritualmente y enciende ese mismo deseo de infinito que nos impulsa hacia Dios.
Nosotros hoy, como entonces los discípulos, apenas creemos lo que todo esto significa. El evangelio nos dice que al ver esto ellos se postraron, pero algunos todavía dudaban. Creer en la resurrección de Cristo supone un camino de seguimiento hasta la cruz, cargados con nuestra propia cruz de cada día para participar de su victoria. Mantenernos en ascensión hacia Dios supone por no claudicar ante nuestras propias caídas ni las circunstancias adversas; pues el protagonismo no es de nuestra debilidad, sino de su fuerza. Implica también, como para mis amigos y yo esa noche en la montaña, seguir anhelando la luz que viene de mucho más allá de nosotros, a la vez que la hacemos presente mucho más acá. Es decir, existimos para conquistar lo eterno renovando este mundo, ascendiendo hasta el cielo por escalones de tierra. Así lo hizo Cristo paso a paso por los caminos esta tierra, anunciando, sanando, perdonando. Por eso nos envía hoy a anunciar que este mismo impulso tiene el sentido más valedero, pues ya el Salvador nos ha abierto el camino hacia el cielo. Porque este anhelo no lo se alcanza sólo mirando hacia arriba, sino asumiendo el compromiso concreto de vivir con coherencia aquello que creemos y anunciamos sin temores ni medianías. Él estará con nosotros hasta el final de los tiempos.
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