Religión

¡Que vea!

Textos de oración ofrecidos por Christian Díaz Yepes, sacerdote de la archidiócesis de Madrid

El Greco, "Cristo sanando al ciego" (1570), Museo Metropolitano de Arte de Nueva York.
El Greco, "Cristo sanando al ciego" (1570), Museo Metropolitano de Arte de Nueva York.La Razón

Meditación para este domingo XXX del tiempo ordinario

También hoy Jesús pasa por el camino donde tantas veces nos quedamos al borde. Su presencia está en nosotros y entre nosotros, aunque no nos deje verla nuestra ceguera espiritual. Por eso le pedimos: «¡Señor, que vea!» Que veamos a Dios, que veamos la verdad de nosotros mismos, que veamos a cada prójimo como una presencia de Dios para amar. Esto es lo que puede ponernos en el camino de la fe, que supone siempre un salto por el que pasamos de la oscuridad a la luz, gracias a la conversión desde una antigua vida hacia su. Leamos con atención:

«En aquel tiempo, llegó Jesús con sus discípulos a Jericó. Y al salir él con sus discípulos y bastante gente, un mendigo ciego, Bartimeo (el hijo de Timeo), estaba sentado al borde del camino pidiendo limosna. Al oír que era Jesús Nazareno, empezó a gritar: “Hijo de David, Jesús, ten compasión de mí”. Muchos lo increpaban para que se callara. Pero él gritaba más: “Hijo de David, ten compasión de mí”. Jesús se detuvo y dijo: “Llamadlo”. Llamaron al ciego, diciéndole: “Ánimo, levántate, que te llama”. Soltó el manto, dio un salto y se acercó a Jesús. Jesús le dijo: “¿Qué quieres que te haga?”. El ciego le contestó: “Rabbuní, que recobre la vista”. Jesús le dijo: “Anda, tu fe te ha salvado”. Y al momento recobró la vista y lo seguía por el camino» (Marcos 10, 46-52).

La vida cristiana es un camino en el que Dios quiere hacernos compartir su vida paso a paso. Esto implica un crecimiento personal y decidido que nos adentra con estupor y gozo en la plenitud de la vida. La ceguera de este hombre de Jericó, la primera ciudad que conquistaron los hebreos al entrar en la tierra prometida, habla de la penosa condición de quien merece participar de las maravillas de Dios, pero que está impedido a ello por distintas causas. Bartimeo no puede avanzar hacia la libertad, sino que se queda al margen, resignándose con las limosnas. Sin embargo, sí logra escuchar que Jesús está pasando por ahí, y este es el inicio de su proceso de fe, que entra por el oído y finaliza en la salvación. Bartimeo clama por la ayuda del Salvador hasta que, superando los obstáculos humanos y de su propia discapacidad, es llamado hacia la luz. Todo esto es imagen del camino que también nosotros hemos de recorrer. Meditemos, entonces, sobre cuántas veces nos quedamos al borde de la fe, contentándonos solo con las migajas. ¿Qué obstáculos ponemos la relación de Dios, tanto en lo personal, como hacia los demás?

«¿Qué quieres que haga por ti?», inquiere Jesús al ciego. Y esto no es una pregunta retórica ante lo evidente. Dios sabe lo que necesitamos antes de que se lo pidamos, pero aprovecha nuestras necesidades para que entablemos un diálogo con Él. A la vez, espera que le pidamos de manera concreta lo que necesitamos. Bartimeo pasa de ser un mendigo lastimero a un interlocutor y luego un discípulo de Jesús, que le saca de su autocompasión para hacerle dar el salto hacia la fe y la luz. Así hace que su necesidad se convierta en su gran oportunidad.

Bartimeo representa a todos aquellos que, viviendo una fe superficial y marginal, se quedan al borde del existir, conformándose con migajas en lugar de participar de la ración plena de los hijos de Dios. Su ceguera simboliza la de tantos cristianos que, por comodidad o tibieza, prefieren observar desde las gradas del “gran teatro del mundo”, como lo delineó Calderón de la Barca, sin atreverse a asumir el rol protagónico que les corresponde en el drama de la salvación. Miran a la Iglesia como simples espectadores, sin comprometerse realmente con la misión a la que están llamados en la historia. Pero al final, todos rendiremos cuentas ante Dios, el Autor y Guía de esta obra, y no valdrá de nada haber permanecido en la comodidad de las butacas.

El pasaje de este evangelio es, en este sentido, una escena arquetípica del drama humano en el que todos estamos inmersos. Bartimeo no se conformó con ser un espectador pasivo, ciego y dependiente de la compasión ajena. Dio el salto de la fe, se levantó de su posición marginal y, gritando con fuerza, logró que Cristo lo llamara. De este modo, pasó de la oscuridad a la luz, de mendigo a discípulo. Su historia es un llamado a cada uno de nosotros: Dejar de estar al borde, y entrar en el camino.

Hoy, más que nunca, buena parte de los católicos necesitan dar ese salto de fe, pidiendo a Dios abrir los ojos en esta hora oscura de la humanidad y de la Iglesia. Solo así podremos caminar con confianza por el camino de Cristo, siempre nuevo y desafiante. Es esa luz la que necesitamos hoy para ser protagonistas y no lastimeros espectadores en la obra de la salvación.