Salud

Con Franco éramos más libres

Fernando Sánchez - Dragó: “Aunque suene a provocación, y lo es, responde sólo al cabreo que desde hace varios días me sulfura”

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No se pasen de listos. Ésta es una columna de salud, aunque en cualquier momento dejará de serlo, pues llevo ya más de diez años mareando esa perdiz y anda ya muy "faisandée". Lo decía por si, teniendo en cuenta lo que pasó el jueves último –Día de la Infamia–, da el lector por supuesto que voy a describir otro vuelo rasante sobre la sacrílega exhumación de los restos de un difunto. No, no. El título de mi columna, aunque suene a provocación, y lo es, responde sólo al cabreo que desde hace varios días me sulfura. A ver si lo resumo... Primer punto: la gripe –una inmigrante sin papeles– se nos viene encima. Segundo punto: esa dolencia, a mi edad (83 añitos como otros tantos soles ya cerca de apagarse), puede ser nada menos que letal o, como mínimo, bastante molesta y pegajosa. Tercer punto: más vale, pues, atenerse a los consejos de los médicos y ponerse la correspondiente vacuna. Cuarto punto: en la era del Caudillo, en las sucesivas y hasta en la de Rajoy, bastaba con ir a la farmacia más cercana, comprar la ampolla, remangarse y pedir al farmacéutico, o a mamá, o a la portera, o a la vecina de arriba, aunque no sea Marilyn Monroe, que te la ponga. Y a otra cosa. En diez minutos resuelto, y casi gratis. Pero ahora, en tiempos de tanta libertad como nos dicen, resulta que primero hay que hacerse con una receta, luego comprar la vacuna, después llevarla, siempre con la prescripción del galeno por delante, a alguien que esté legalmente capacitado para acometer la proeza de ponértela. Tiempo invertido entre la visita al médico (ya sea éste amiguete, como es lo usual, o funcionario público), la sala de espera, la búsqueda de la farmacia, la del espadachín titulado y la duración de los desplazamientos necesarios para todo ese ir y venir: entre dos y tres horas, como mínimo. Costo: no lo sé con exactitud, pero mucho más alto de la cuasi gratuidad por la que nos habría salido antes de que España dejase de ser un país libre. ¡Ah! Y en el caso de quienes no disfrutemos de nómina alguna, como yo, sino que trabajemos a destajo, habría que añadir al daño emergente el del lucro cesante. Ante tal atropello sólo me queda un dilema: el de buscar en el mercado negro la dichosa vacunita y ponérmela yo mismo, o prescindir de ella y que sea lo que Dios y la socialdemocracia quieran. Opto por lo segundo. No voy a vacunarme. Si la gripe me liquida, no será sólo ella la culpable. Esto, con Franco, no pasaba.