Coronavirus

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Lo que sabemos y no sabemos del coronavirus

El SARS-CoV-2 produce anticuerpos que nos inmunizan. La clave es saber cuánto tiempo.

El microorganismo que provoca la enfermedad Covid-19 sigue siendo en gran medida un misterio. La ciencia se desvive por entenderlo, por desentrañar todos los secretos que aún alberga. Pero el SARS-CoV-2 se resiste a dar definitivamente la cara. Buena parte de lo que sabe de él se debe a su parecido con otros coronavirus como el de la última epidemia de SARS y buena parte de lo que se desconoce se debe a la equivocada impresión inicial de que podría ser un virus parecido al de la gripe. Hoy sabemos a ciencia cierta que no es así, pero seguimos cruzando los dedos para que las respuestas a las preguntas aún sin responder lo asemejen más a un virus estacional benigno tipo gripe que a la temida gran epidemia X largamente anunciada. A día de hoy, esta es la radiografía actualizada de la bestia.

¿De dónde viene?

SARS-COV-2 es un virus nuevo; no hace ni seis meses que lo conocemos. Y como todos los virus nuevos, plantea grandes retos epidemiológicos y biológicos. El primero de ellos es su origen. El único modo de tener certeza en este asunto es el estudio de los datos genómicos que por fortuna están a disposición de la ciencia desde no mucho tiempo después de los primeros brotes en China. Comparando estos datos con los de otros coronavirus históricos podemos estar seguros de que este es de origen natural. ¿Por qué? Los virus utilizan estructuras proteínicas para fusionarse con receptores de las células que invaden. En el caso del SARS-CoV-2 se han podido identificar esas estructuras y no son similares a las de ningún virus conocido. Si alguien hubiera querido diseñar uno patógeno en un laboratorio habría tenido que basarse en proteínas existentes en otros virus. La especificidad de SARS-CoV-2 demuestra que es un virus que ha mutado en la naturaleza. El problema está en determinar dónde evolucionó.

Solo existen dos posibilidades. O nació en el seno de una especie no humana siendo patogénico y se transmitió a un ser humano (en cuyo caso el primer ser humano que lo recibió ya podría haber desarrollado la enfermedad), o en un animal que, sin ser patogénico, se transmitió a un humano y dentro del cuerpo humano evolucionó hasta volverse patogénico y peligroso. El matiz es importante. Si el virus es peligroso ya desde su origen (por ejemplo, desde que está en el cuerpo de un murciélago), se supone que debe de haber muchas cantidades de virus patogénico descontroladas en la naturaleza y que es más probable que vuelva a haber brotes en contacto con el ser humano. Es el caso del ébola. Pero si el virus silvestre no es peligroso y solo se volvió peligrosa una modalidad mutada tras entrar en contacto con los seres humanos, las posibilidades de control y exterminio del microorganismo son mucho mayores. Por desgracia, aún no podemos dar respuesta a esta pregunta. Las últimas informaciones llegadas desde algunos centros de investigación, a la espera de que se publiquen datos definitivos, sugieren que el virus pudo haber estado presente en la especie humana durante años, generando una infección muy leve o incluso sin síntomas hasta que una nueva mutación provocó el estallido de Covid-19.

¿Cuánto durará?

Una de la preguntas más repetidas en los primeros compases de la epidemia era si la llegada de las estaciones cálidas podría reducir las posibilidades de expansión del coronavirus gracias al aumento de las temperaturas. La pregunta era más un deseo que una realidad. Sabemos que muchos virus son sensibles a los cambios de estación por diferentes causas (modificaciones del PH, imposibilidad de sobrevivir a determinadas temperaturas, sensibilidad a la humedad…). Los virus más sensibles a los cambios ambientales son los que están recubiertos de una membrana protectora de lípidos. El SARS-CoV-2 lo está. Pero eso no garantiza su comportamiento. La experiencia con anteriores brotes de SARS y de MERS no es suficiente para determinar si éste es un virus estacional. Se han experimentado casos de transmisión sostenida en lugares muy cálidos y húmedos y en prácticamente todos los continentes. La respuesta sigue siendo un misterio.

¿Por qué enferma más o menos?

Una de las grandes incógnitas relacionada con el SARS-CoV-2 es por qué muestra una distribución tan aparentemente desigual de su capacidad de matar. Como otros muchos virus, parece clara la relación entre la edad y las enfermedades preexistentes y un mayor riesgo de terminar generando una crisis grave o, en menor medida, la muerte. Esto no lo diferencia de otras patologías infecciosas respiratorias. Pero existe una probabilidad, aunque sea pequeña, de que personas sanas y jóvenes también necesiten atención en la UCI tras desarrollar una neumonía grave.

Sabemos que el coronavirus utiliza, al menos, una puerta de entrada en las células. Es el receptor ACE2 (enzima convertidora de angiotensina). Esta enzima está presente en gran medida en las células epiteliales del aparato respiratorio. De ahí que la manifestación patológica típica de la Covid-19 sea una crisis respiratoria. Durante las primeras fases de la infección, la carga viral y el grado de afectación previa del paciente son claves para conocer la evolución. Podemos decir que en esa primera fase el virus cumple su papel infectivo como en otros casos. En este sentido, se están estudiando factores genéticos, farmacológicos y biológicos que pueden afectar a la predisposición a enfermar más o menos gravemente. Todos pueden influir en cómo se expresa la ACE2 en cada cuerpo. En términos burdos: cuanta más actividad ACE2, mayores puertas de entrada estamos dando al virus. El sexo (por factores que tienen que ver con los cromosomas), la herencia genética o el uso de algunos fármacos activadores de ACE2 podrían ser pistas en ese sentido.

La genética también podría estar detrás de otro fenómeno que sigue asombrando a los médicos, el hecho de que algunos pacientes previamente sanos y jóvenes desarrollan un empeoramiento de la enfermedad en el octavo día de infección. En este caso no es el virus en sí el responsable, sino una reacción descontrolada del sistema inmuntario. Lo que se ha venido en llamar «tormenta de citoquinas». No sabemos qué personas son más susceptibles a esta reacción, pero el origen podría ser una predisposición genética.

¿Nos podemos inmunizar?

Probablemente esta sea la pregunta más importante de todas. La respuesta, una vez más, no la sabemos. Todos los virus generan una reacción inmunitaria en forma de producción de anticuerpos. Los anticuerpos producidos para defendernos del virus como el de la polio o el sarampión duran toda la vida. Es lo que se llama memoria inmunitaria. Pero los anticuerpos que producimos tras una infección de coronavirus típica de los resfriados invernarles duran solo tres o cuatro años. ¿Cuánto durarán los de SARS-CoV-2? Si hacemos caso a cómo funcionan sus primos (otros coronavirus), poco tiempo. Con estudios realizados hace unas semanas en monos se ha demostrado que efectivamente el SARS-CoV-2 produce anticuerpos específicos que protegen al animal. Pero no sabremos hasta cuándo. La respuesta es clave por dos motivos. Primero, porque algunas estrategias consisten en el uso de plasma de personas que se han curado para generar anticuerpos en otros enfermos que no pueden curarse por sí solos. Segundo, porque los futuros calendarios de vacunación, si algún día conseguimos una vacuna, dependerán mucho de estos factores.